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El derecho a la alegría

23/01/2023
 Actualizado a 23/01/2023
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Estos días he hablado con dos psicólogas que han publicado sendos libros sobre la necesidad de defender nuestro derecho a la felicidad. En realidad, la historia de la humanidad está llena de tratados y estudios sobre estos asuntos, pues existen dudas razonables sobre que haya que sufrir lo indecible para purificarse, por más que siempre se nos ha intentado convencer de que el mundo es un valle de lágrimas sin remedio, y que hay que pasar la dura prueba del vivir como mejor se pueda. No: nadie debe sentirse culpable por buscar la alegría, o la felicidad, por efímera que sea (que lo es), ni debe pedir perdón por su defensa de una buena vida, por la risa, por la búsqueda de cierto hedonismo en lo cotidiano. Ya sé que ha vuelto con fuerza el puritanismo a la sociedad contemporánea, pero los ciudadanos no deberían permitir que su vida se vea sistemáticamente dominada por el miedo y el peso de la culpa, dos de las herramientas que tradicionalmente se han utilizado para cercenar y controlar las vidas de los hombres (y las mujeres).

Estas dos psicólogas son Cristina Martínez y Patricia Ramírez. La primera ha publicado ‘Ser feliz es urgente’ (Planeta), algo que firmaríamos cualquiera de nosotros, y la segunda ‘Vivir con serenidad’, en Grijalbo. Por supuesto, en un mundo tan vertiginoso y acelerado como este, no dejan de aparecer manuales sobre la felicidad y cómo conseguirla, eso que habitualmente se llama ‘autoayuda’. Pero en este caso estamos ante dos trabajos con fundamentos científicos, apoyados en estrategias utilizadas en el campo de los estudios de la psicología y que, de alguna manera, pueden llevarse a cabo en la vida diaria por cualquiera de nosotros. Es decir, ambas autoras, a través de su experiencia clínica, han llegado a la conclusión de que los problemas mentales no han dejado de aumentar en el mundo moderno, y por eso es necesario poner en marcha lo que los especialistas llaman «gestión de las emociones», al tiempo que diseñamos cambios en nuestra forma de afrontar los muchos retos cotidianos, pues nada diferente se puede conseguir si no se hacen, también, cosas diferentes para conseguirlo.

No creo en los charlatanes que nos llenan el día con frases bonitas, frases de diseño que, en el mejor de los casos, resultan profundamente cursis. Este es un tiempo de frases (ahí están los tuits, que tantas veces pretenden resumir la realidad en pocas palabras, como si eso fuera posible), un tiempo de sentencias y de afirmaciones que pretenden poseer la verdad absoluta, pero no tanto de análisis profundo. Alguien dijo que uno de los males de nuestro tiempo reside en que hemos dejado de leer textos largos y complejos y nos hemos quedado en ese consumo casi obsesivo de las frases decorativas, de las sentencias maniqueas. Tiene que ver con la velocidad a la que vivimos, con la escasez de tiempo, con el tipo de textos que alimentan las pantallas y las redes sociales. No es extraño que caigamos en la simpleza.

Paradójicamente, estas dos psicólogas a las que me refiero han alcanzado un alto seguimiento en algunas redes sociales, aunque huyan, eso me dicen, de la confrontación y el mal ambiente que también se respira a veces en ellas, otro de los grandes males contemporáneos. Pero es cierto que, como herramientas de divulgación, permiten acercarse a millones de usuarios de una manera directa y sencilla: sería, en efecto, lo que podríamos considerar el buen manejo de las redes sociales, que, por supuesto, también existe. Lo que constatan es que hay una preocupación creciente por la salud mental, que solía figurar entre los temas tabú de los que nunca se hablaba. Algunos políticos han puesto el foco, sobre todo a partir de la pandemia y sus efectos, en la necesidad de velar por estos asuntos, que son decisivos para construir sociedades sanas, de tal forma que el cuidado de las emociones, la prevención y el tratamiento de graves dolencias de hoy, como la ansiedad, deben formar parte de los planes de salud públicos, de manera sistemática.

Creo que son muchos los elementos que contribuyen a un progresivo empeoramiento de nuestra existencia, y ello a pesar de vivir en sociedades avanzadas. Muchos de los males tienen que ver con el exceso de atención que los ciudadanos deben prestar al mundo que les rodea. Es cierto que la información es poder, pero ha llegado un momento en el que estamos sometidos a una clara sobredosis de realidad que demanda nuestra atención y, quizás, nuestra respuesta. No defiendo el desconocimiento del mundo, faltaría más, ni añoro un escenario medieval en el que la mayoría de la gente sólo tenía acceso a lo que sucedía a unos pocos kilómetros a la redonda. Lo que sucede es que las sociedades sufren cada vez más el impacto de los problemas globales: somos cada vez más conscientes de los difíciles escenarios que se nos presentan, de las dificultades que están en camino, y a pesar de nuestro prolijo conocimiento de todo lo malo que nos puede suceder (hay un fulgor incesante de pantallas a nuestro alrededor), no por ello contamos con más posibilidades de defensa. El ciudadano está inerme frente al gran oleaje contemporáneo, desnudo frente al ejército de malas noticias.

Es posible que, incluso, el cerebro termine prestando menos atención a aquello que nos daña, llevándolo a un segundo plano, para protegernos. Por eso se dice a veces que los grandes males y los grandes conflictos pierden fuerza en los informativos, porque las sociedades no pueden arrastrar infinitamente el caudal tumultuoso de la preocupación y la pena. La naturaleza busca siempre una liberación, y el vértigo actual, la presión que nos llega de todas partes (económica, política, hipermoralista) convierte a la sociedad en un terreno abonado para la insatisfacción. Para la infelicidad.

Por supuesto que están muy bien conceptos muy repetidos últimamente, como la resiliencia, es decir, hacernos duros frente a los malos momentos, y hay mucha gente que ha resistido, y resiste, lo indecible. Pero la vida no puede ser sólo un ejercicio de resistencia ante las adversidades. Es difícil vivir con serenidad, como nos aconseja Patricia Ramírez, aunque el autoconocimiento y los ejercicios para limpiar nuestra mente puedan ayudar. Seguramente hemos de volver al brillo de lo concreto, de lo propio, a los matices. Hemos perdido los colores y los sabores, la intensidad de la vida real, y hemos dejado esos colores y esos brillos sólo para las pantallas. A los ciudadanos se les demanda mucho, muchísimo, los políticos deberían saberlo. Si algo no puede hacer la política es complicar la vida de la gente. Su misión, por encima de ideologías, es exactamente la contraria.
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