El cronófago y el oficio de escritor

Por José Javier Carrasco

12/05/2021
 Actualizado a 12/05/2021
Un momento de la presentación del libro ‘Cronófagos’ en noviembre de 2019 en El Gran Café.
Un momento de la presentación del libro ‘Cronófagos’ en noviembre de 2019 en El Gran Café.
En el colegio Corpus Cristi de Cambrigde, a la altura del suelo, hay un reloj ornamental llamado Corpus sobre el que descansa un saltamontes de aspecto inquietante, al que su creador, Tylor, ha bautizado como «cronófago» (devorador de tiempo). Certero cada cinco minutos, se adelanta y retrasa caprichosamente simulando la «irregularidad» de la vida. La editorial Marciano Sonoro Ediciones publicó en 2019 una antología de relatos de autores relacionados de algún modo con León, titulada ‘Cronófagos. Devoradores de tiempo’. En la contraportada se recoge un breve apunte de qué va cada uno de los relatos. En ellos el tiempo, su fugacidad, está de algún modo presente. Los autores reunidos, Tomás Sánchez Santiago, Isabel Llanos, Bruno Marcos, Mario Paz González, Antonio Toribios, José Miguel López-Astilleros, Eloy Rubio Carro, Alberto R. Torices, José Luis Puerto cuentan con referencias de su trayectoria u obras en Google. Ninguno es un recién llegado a la actividad literaria. Una muestra de que hasta las pequeñas editoriales apuestan generalmente por lo conocido. Los nueve autores recogidos en la antología responden al encargo de la editorial y abordan el problema del tiempo, desde distintos puntos de vista, algunos muy originales y nos ofrecen, así, un mosaico de personajes y situaciones sugerentes como el saltamontes del reloj Corpus. Es nuestro tiempo, el de unos lectores que, a medida que avanzan en la lectura del libro, se sienten más atrapados en el vértigo de adivinar el sentido de los relatos, lo que los autores ocultan mientras escriben, ignorantes de quiénes van a leerlos, eligiendo una u otra palabra, conduciendo a sus personajes a situaciones inesperadas, sorprendentes, oníricas. Se diría que la literatura se asemeja a esa criatura del reloj Tylor, que devora con fruición parte de nuestro tiempo, adelantándose y retrasándose, abriendo la pregunta de si entre todas las posibles es la mejor opción participar en esa actividad por la que los escritores nos arrancan de la realidad y nos trasladan, como la alfombra a Simbad, hasta un lugar conocido y desconocido a la vez, llamado fantasía, en el que nos olvidaríamos de nuestros problemas y nos prestaríamos a dar vida y cuerpo a unas sombras llamadas personajes, a cambio quizá de nada, víctimas de una fantasmagoría que nos envuelve, como los sueños al fumador de opio, reduciéndonos al papel de simples consumidores del refinado arte de la evasión, que llama a nuestra puerta con la perseverancia de un vendedor de seguros. Destacaría ‘Sombras, Ángeles’, el relato de Alberto T. Torices – un vagabundo llega a un pueblo y monta una tienda a la que acuden sus habitantes vendiendo el tiempo que les queda de vida, a cambio de unos momentos de felicidad –, que muestra una parábola eficaz y sugerente del oficio de escritor, de su ambiguo papel a lo largo de la historia, mitad mago, mitad vampiro, de un tiempo ajeno.
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