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El coronavirus: ¿una oportunidad?

27/04/2020
 Actualizado a 27/04/2020
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Entre las muchas fabulaciones a las que nos está llevando la crisis del coronavirus, está esa tan trascendente de construir un nuevo mundo, una nueva realidad, una nueva moral, cuando todo esto haya pasado. Históricamente las epidemias han provocado numerosos desastres, pero es cierto que después de la Peste Negra de 1348, la peor de todas y de la que tanta cuenta se da estos días (nunca fue Boccaccio tan citado), Florencia alumbró una nueva manera de contemplar el mundo. Allí estalló el Renacimiento, es decir, una idea renovada del hombre. Fue precisamente en las ciudades más afectadas por esa gran peste, que puso de una forma dramática y brutal el punto final a la Edad Media, donde brotó ese nuevo espíritu, ese magnífico empuje que hizo renacer las artes y las ciencias.

¿Sucederá ahora algo parecido? De acuerdo: esta epidemia no parece comparable a aquella, ni las circunstancias en las que se produce, ni las formas de vida, pueden equipararse a las de 1348. Por supuesto que no. Pero si a algo contribuyó la espantosa Peste Negra fue a poner en cuestión casi todo lo anterior. Provocó una gran ola de pensamiento crítico, que no surgió de manera inmediata, sino que se fue amasando lentamente y que rompió con gran fuerza de la mano de algunas mentes lúcidas. Y, al tiempo, devolvió al hombre toda su fuerza, largamente oscurecida e incluso despreciada, toda su potencia artística y creadora, convirtiéndolo en el centro de la civilización, ensalzando su capacidad individual para las transformaciones, reduciendo al mínimo la magia, las imposturas, la fascinación por la pseudociencia o por el pensamiento supersticioso. Como decía en un estupendo artículo Rafael Argullol hace apenas unos días, el Quattrocento hizo brotar «la mayor densidad de talento creativo que se ha dado nunca», y lo hizo, precisamente, en uno de los lugares más azotados por la gran peste.

Cabe pensar que, en unos años, surjan también nuevas ideas acerca de cómo vivir, nuevas ideas acerca del mundo, no sé si comparables al Renacimiento que siguió a la Peste Negra, y entonces pensaremos que quizás algunas de esas nuevas ideas se fraguaron probablemente en estos días de confinamiento, mientras en el fondo de nuestro corazón destilábamos las dudas y los errores del pasado reciente, hasta producir un licor nuevo y desconocido. No sé si esto podrá dar lugar, ojalá sea así, a la mayor concentración de talento creativo en mucho tiempo, como pasó entonces, pero no nos vendría nada mal que, al menos, algo de ese talento apareciera.

La epidemia del coronavirus ha venido a poner en cuestión algunos de los parámetros que definen la vida de las últimas décadas. La globalidad, sobre todos ellos. Resulta realmente increíble cómo en sólo unas semanas todo ese mundo que creíamos tan bien estructurado y tan bien engrasado, ese mundo bastante arrogante que funcionaba con un vértigo imparable, y también implacable, ha sido reducido a la mínima expresión, silenciado y amortiguado de golpe, y ello a pesar de nuestra gran superioridad como especie, a nuestros indudables avances técnicos, a nuestra pretendida modernidad. Es irónico, sin duda, que este virus haya atacado precisamente algunas de nuestras formas de vida. Como también decía Argullol, claro que no es ningún castigo. Es una enfermedad. No caeremos, o no deberíamos caer, en esos oscurantismos medievales que durante un tiempo siguieron a la Peste Negra, aunque luego, como hemos dicho, aquel mundo girase hacia el gran resurgimiento del Renacimiento. No hay que tener miedo a reescribir nuestra mirada sobre el mundo. El coronavirus no es un castigo, pero tal vez sea una gran oportunidad. Y no sólo una oportunidad para un nuevo Renacimiento: tal vez, en este caso, paradójicamente, sea necesario volver a algunas cosas y a algunos hábitos que creíamos abandonados.

Hace pocos días leí (no recuerdo ahora dónde) una interesante teoría. Desde los medios de comunicación, y desde los discursos oficiales, se menciona una y otra vez el deseo de regresar cuanto antes a la normalidad. ¿Qué normalidad?, se preguntaban en aquel artículo. ¿La que teníamos antes? ¿Estamos seguros de que esa forma de vivir era la normalidad? Ya, ya sé que, en cualquier caso, siempre resultará preferible a esta vida de obligado encierro. Muchos niños, ayer, en las televisiones, gritaban: «¡libertad!». La idea de recuperar la libertad es la más fuerte de todas, pues nada es más importante para el ser humano. Pero ¿la vida anterior al coronavirus era, realmente, la normalidad? Esa es la gran cuestión.

Quizás tendremos que recuperar otra normalidad. Ese Renacimiento que podría llegar, como llegó aquel otro en el Quattrocento, quizás debería aspirar no sólo a una redefinición del papel del ser humano en el mundo, sino, esta vez sí, el regreso hacia ciertas formas de vida últimamente despreciadas. No hay ningún retroceso en ello. Muchas veces para progresar hay que detenerse un poco, incluso mirar hacia atrás. El virus acaba de descubrirnos, como ya dijimos aquí, la oportunidad de enmendar errores. El virus ha vuelto a poner sobre la mesa la importancia de la reflexión, de la lentitud, de la tranquilidad, de la cooperación, de la compasión, de la mente creativa, de la cultura, y también de la alegría. Todo eso de lo que poco a poco nos han ido despojando, durante décadas, salvajemente, en una loca y equivocada carrera. En un viaje a ninguna parte.

No se trata de un mensaje moralista, de una interpretación del virus como un castigo por nuestros muchos pecados. Nada más lejos de la realidad. El virus no entiende de esas cosas. Y, sin embargo, sería un gran fracaso si no nos dejara algunas enseñanzas. Ya sé que muchos piensan que es propio de inocentes pensar que el ser humano cambiará después de este gran golpe. Tal vez. No sucederá mañana, eso es seguro. Mucho más propio de inocentes creer en un Renacimiento, como aquel que siguió a la Peste Negra. Sin embargo, hay algunas revoluciones pendientes que podrían cobrar fuerza: como el resurgir del campo, al comprobar el peligro al que conduce el hacinamiento. No sería poca revolución que la ciencia y la sanidad se convirtieran en ejes fundamentales de la acción política. Que el concepto de vivienda cambiase radicalmente en este país. Me gustaría un Renacimiento de la cultura y el arte, frente a ese elogio de la ignorancia del que hacen ostentación algunos líderes a diario. Pero la gran revolución pendiente será la de lograr que este planeta siga siendo un lugar adecuado para vivir. El Renacimiento consistirá, sobre todo, en inventar una nueva normalidad.
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