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El coronavirus alimenta otros miedos

09/03/2020
 Actualizado a 09/03/2020
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Cuando escribo, el coronavirus no ha dejado de hacerse fuerte y global, como otras muchas epidemias de nuestro tiempo. Algunos han visto en él una metáfora poderosa: todo nos afecta a todos, y no hay manera de orillarse, siquiera por un momento. Ni una cabaña en el bosque parece suficiente refugio ante el gran ruido del mundo.

Pero sucede que el coronavirus no es metafórico, sino muy real, y lleva en su interior el contagio del miedo, del que hablábamos la semana pasada, que se expande aún a más velocidad que el propio virus. En tiempo de grandes frases y supuestos ‘influencers’, como se dice ahora, en tiempo de filosofía líquida y casi gaseosa, el virus viene a poner ese contrapunto de realidad real, habitualmente tan incómoda. Porque es cierto que vivimos en una sociedad proclive al discurso alarmista, a la construcción de patrones que destilan siempre urgencias y tensiones, como si ya no supiéramos vivir de otra manera. Hay un interés claro en que se propague un sentimiento de inseguridad y temor hacia los otros, pero eso es anterior al coronavirus. Se trata de un interés estratégico, el mismo que alimenta el cierre de fronteras, la mirada dura sobre la emigración, la construcción de un peligroso ideal de pureza local, el desprecio por el encuentro de culturas, un encuentro contemplado a veces como una contaminación dañina e incluso irreversible.

El coronavirus es muy real, más que esas realidades construidas a golpe de tuit y de redes sociales, que también suelen alimentar el miedo y la alarma de una manera permanente. Nada bueno nos trae este golpe de realidad, claro es, pero sí que nos permite reflexionar sobre la fragilidad de la existencia, sobre la importancia de palabras como la solidaridad o la compasión, esos vocablos que algunos atribuyen a posturas buenistas y poco recomendables. El virus nos iguala, nos recuerda de nuevo que la seguridad absoluta que deseamos, como seres de un futuro perfecto, no existe, y que el discurso político que se empecina en defender la necesidad de una seguridad total, es más, que exige una seguridad total, es tan propagandístico como el que se empecina en mostrar que los males siempre llegan de fuera.

Frente a los males lejanos sobre los que nos advierten, esta epidemia nos recuerda que la realidad es para todos y que todos estamos, finalmente, en el mismo barco. El planeta es, por si alguien lo dudaba, frágil y pequeño, aunque sea maravilloso, aunque haya resistido embates terribles, y aunque los siga resistiendo. Y nuestra enorme capacidad de dominarlo todo, nuestra supuesta fuerza incuestionable, ese poder tantas veces arrogante que llega desde algunos liderazgos globales, se empequeñece ante asuntos más sutiles. Las epidemias han cambiado a veces el curso de la historia: hoy las cosas son diferentes, con el gran desarrollo científico y los sistemas de salud pública que, en algunos países como España, ofrecen una gran calidad asistencial para cualquier ciudadano, más allá de su nivel económico (algo que no pueden decir todos: y no se olvide que la democratización de la sanidad, su generalización, es un gran síntoma de progreso). Aquí se ve lo que sí es muy necesario: invertir en ciencia y en investigación. Ese sí que es un gran mandato que tiene la clase política.

El gran baño de realidad que está representando el coronavirus nos coloca frente a retos que no son los habituales. El discurso político lleva al menos dos décadas exhibiendo una tensión latente que resulta muy eficaz para algunos propósitos. En lo que llevamos de siglo ha aumentado el lenguaje intimidatorio, ha alcanzado el poder de decisión, en algunos casos, un discurso autoritario y publicitario, contrario a la lógica de la civilización, un discurso que progresivamente se ha hecho más prescriptivo, controlador, limitador de libertades individuales, vigilante con respecto al otro, miedoso del contacto, reacio a compartir y tendente a la protección omnímoda del status quo local. Creyendo, en suma, que se puede levantar un muro, real o imaginario, que detenga cualquier tipo de influencia exterior, a la manera de los muros medievales. Lo que supone una teoría política retrógrada y pueril, toma ahora cierto sentido ante la emergencia del contagio, pero muchos temen que el miedo al coronavirus alimente ese otro miedo ideológico, construido desde la superficialidad maniquea a menudo interesada, el miedo a otras contaminaciones edificadas a través de discursos propagandísticos para consumo interno, aprovechándose a menudo de la falta de análisis profundos, o anulando en lo posible a las elites culturales.

La gestión de esta epidemia es fundamental para defender las políticas razonables frente a la explotación histérica. Pero no se puede obviar la realidad. Como suele decir Fernando Simón, con su tono comedido, aquí lo único importante es el análisis científico. El virus ha llegado en un momento en el que se ponían en cuestión las tesis globalizadoras, especialmente a través de las famosas guerras comerciales en marcha, o esa tendencia, bastante ilusoria, a convertirse en una burbuja cerrada frente al resto del mundo. Indirectamente, el miedo al contagio del coronavirus puede convertir esa tendencia en un mal aún más profundo. Es fácil abonarse a las teorías apocalípticas tan en boga cuando la población, sobre todo la occidental, tan acostumbrada a sentirse poco menos que invulnerable, comienza a sentir que la fragilidad es más real de lo que nos parecía. El miedo alimenta al propio miedo. Y hoy, su diseminación es, como decimos, más rápida que la del propio virus. La epidemia real lleva aparejado un aumento de la inestabilidad mundial.

Lo inteligente sería justo lo contrario. Demostrar que la solidaridad y la coordinación entre los países puede lograr grandes frutos, tanto en esto como en otras muchas cosas. Hay que darle la vuelta al razonamiento del miedo, que también sirve para imponer algunas ideas indeseables. Por si fuera poco, la crisis del coronavirus se ha instalado de tal modo en las pantallas que otros acontecimientos han pasado a segundo plano. Por ejemplo, la grave crisis de emigración que ahora mismo tiene lugar en la frontera entre Turquía y Grecia. Una crisis que nos muestra una actitud que no es la que queremos de Europa. Hasta el Día de la Mujer quedó en parte oscurecido por la epidemia. La globalidad del coronavirus es seguramente inevitable, y eso nos enseña que tenemos que aprender a convivir con el hecho global de la vida contemporánea, más allá de los discursos que hacen del miedo a los otros su único y mezquino argumento. 
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