El cielo en Miñera

Las instalaciones de una antigua mina de mercurio acogen desde hace medio siglo estancias estivales en un privilegiado entorno natural

Elena F. Gordón (Ical)
08/08/2021
 Actualizado a 08/08/2021
El Padre Goio con un grupo de los nuevos habitantes de las minas de en Miñera. | ICAL
El Padre Goio con un grupo de los nuevos habitantes de las minas de en Miñera. | ICAL
Hace más de medio siglo que Gregorio Esquibel Burillo, sacerdote de 79 años de origen navarro y criado en Guipúzcoa, visita la provincia de León para pasar alguna semana de descanso junto al embalse de Luna, en una antigua mina de mercurio cuyas instalaciones se cuidan y conservan para convertirse cada año en un acogedora residencia estival en un privilegiado entorno. Es el más veterano de quienes verano tras verano encuentran en Miñera de Luna un lugar en el que compartir tiempo de esparcimiento y convivencia en plena naturaleza.La orden de los Clérigos de San Viator es la encargada, previa autorización anual del Ayuntamiento de Los Barrios de Luna, de mantener en buen estado un espacio que le fue cedido al Consistorio en su día y que combina los atractivos de un paraje en el que comparten protagonismo el patrimonio industrial y el natural y en el que se contempla a un tiempo el agua embalsada de Luna, la montaña, lo sabinares y elementos como un horno o una chimenea de la explotación que permaneció activa hasta 1961.Dependencias como un pabellón y alguna casa siguen en pie y con buen aspecto gracias al trabajo de sus moradores estivales capitaneados por Gregorio -Goyo-, que comenta que fue un guardabosques, Ulpiano, quien le llevó hasta ese paraje cuando hace más de 50 años buscaba junto a otros religiosos un lugar para las vacaciones de los seminaristas de San Viator.Allí empezaron...y allí siguen, aunque las estancias de los jóvenes aspirantes al ministerio sacerdotal se redujeron -los primeros años había asistentes suficientes para varios turnos en julio y agosto- y las vacaciones en Miñera de Luna pasaron, con los años, a ser costumbre de alumnos que estudiaban en los centros educativos de San Viator de País Vasco y Valladolid y sus padres.

En la actualidad, las más de 200 personas que cada verano elegían como destino ese enclave algo recóndito en lo que fue un pueblo y ahora está catalogado como ‘lugar’ han pasado a ser apenas una veintena. Lo reducido de los participantes no resta, en absoluto, disfrute a quienes tienen su hogar, su particular asentamiento de verano en un escenario poco habitual para este tipo de encuentros.

La relación con los vecinos siempre fue buena y hace años se subía a la Virgen de las Nieves (5 de agosto) en procesión y se celebraba la misa en la mina. El ritmo que se lleva en este original ‘campamento’ comienza sobre las ocho de la mañana, cuando los más madrugadores preparan el desayuno. Las faenas domésticas y las ‘chapuzas’ pendientes ocupan parte del tiempo, pero no faltan las caminatas, las salidas al monte, espeleología, actividades lúdicas y, por supuesto, los baños en el embalse. “Que no falle”, subraya Goyo. Las compras principales las hacen con anterioridad y luego van a los pueblos cercanos a por lo que necesitan y un panadero les visita cada dos días. “Quitarnos el reloj, ponernos en bañador y a vivir la paz. Que hay sueño, pues te acuestas, que hay hambre, pues comes”, resume.

Julio de Paz, leonés de Zambroncinos del Páramo, y María Fuencisla, vallisoletana de origen segoviano ,son un matrimonio asiduo al lugar. Él tiene 65 años y va desde los 15. Primero lo hizo como seminarista de San Viator en Valladolid y luego como monitor y acompañante. Cuando dejó de ser religioso mantuvo la costumbre con su novia y después esposa y más tarde también con sus hijos que, ahora ya mayores, les visitarán. En todo este tiempo, asegura, no habrá fallado en más de tres ocasiones a la cita.

“Es nuestra casa. Son nuestras vacaciones. Es un poco sagrado”, reconoce. El cariz religioso ha cedido progresivamente -sin desaparecer- protagonismo a la convivencia y el relax. Otros familiares suyos han pasado también por allí. Ser de los más veteranos le hace recordar, por ejemplo, cuando conservaban la carne en una fresquera mientras ahora disponen de muchas comodidades, gracias también a la labor de mantenimiento continuo que llevan a cabo. “Miñera engancha”, afirma y no oculta su deseo de que sus futuros nietos conozcan también un espacio en el que sus moradores procuran “colaborar en lo básico y no molestar”.

Quizá una provincia como León, en la que la actividad minera ha dibujado un mapa repleto de terrenos y edificaciones habitadas por el recuerdo y el vandalismo, todavía muy desaprovechadas en la mayoría de los casos, podría tomar ejemplo de quienes ya hace más de medio siglo supieron encontrar un refugio que Goyo describe como “un solaz relajante, sintiendo la naturaleza todo el rato” antes de sentenciar: “El cielo en Miñera”.
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