13/12/2015
 Actualizado a 13/09/2019
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Al parecer, el chapista de Puente Castro llegó a mi casa, llamó al timbre, recogió, tal como habíamos quedado, las llaves del coche aparcado junto a la puerta, y desapareció con él. Tenía que arreglar un raspón que yo no acertaba a recordar quién ni cuándo lo hizo. Tales lapsus ocasionales me sobrevienen de un tiempo a esta parte. Sucede que no recordaba haber abierto la puerta de mi casa al chapista, haberle entregado las llaves del vehículo ni, por supuesto, haber observado cómo lo arrancaba y partía hacia el taller de chapa y pintura junto al Torío donde yo había concertado con él el arreglo del coche.

A la mañana siguiente el micra no estaba frente a la vivienda, que es donde suelo dejarlo de forma habitual. Eché cuenta, pensativo, de mis idas y venidas del día anterior, y en todas ellas aparecía yo conduciendo el coche, yendo para acá y para allá con la intención de interesarme en algunas tareas lúdicas o familiares que, no obstante, apreciaba con detalle. Di una vuelta a la manzana por ver si, a falta de espacio donde aparcar, lo había dejado en algún lugar de los alrededores y, en cualquier caso, lamentándome de mi descuido. Es más, recordaba haber hablado por teléfono con el chapista, dada la urgencia que éste parecía tener para arreglar el golpe. Pero no recordaba, en modo alguno, haber quedado con él en cualquier lugar, ni en su taller ni, mucho menos, si iba a venir a mi casa a recogerlo. El caso era que el coche no estaba en la puerta, donde solía dejarlo, ni me venía a la memoria habérselo entregado al chapista, aun cuando sí tenía idea de haber hablado con él por teléfono para que viniera a llevárselo (o acercárselo yo, ahí tenía la duda). Pudiera ser que me lo hubiesen robado, pero quién iba a robar un Nisan de segunda mano, hecho un guiñapo y con no sé cuántos miles de kilómetros

Ahora bien, lo que no podía hacer era quedarme de brazos cruzados. ¿Y dónde está el coche?, pregunté en un susurro a mi mujer mientras desayunábamos. Por toda respuesta, se asomó a la ventana de la terraza y, al no verlo, se me quedó mirando fijamente. Y, por su gesto de cansancio, di por supuesto que ella no lo sabía. ¡Dónde lo habrás dejado, calamidad!, respondió con los brazos en jarra. Si optaba por serle sincero y confesarle mis dudas, se arrancaría por sus habituales peteneras, así que opté por salir del atolladero: sí, sí, ahí a la vuelta lo he dejado, ahora recuerdo, mentí.

Seguía sin saber dónde estaba mi coche, y tampoco tenía intención de preguntar al chapista si se lo había llevado, no fuese a ser que me tomase por un tonto del haba. Me llegué, sigiloso, a la chapistería, pero era domingo, claro, y estaba cerrada. Llamaré por teléfono, me dije al no encontrar ninguna otra salida. Era cierto que habíamos quedado en arreglar el golpe del coche, pero igualmente resultaba extraño que en mi móvil no hubiese llamada alguna suya cuando, si yo lo hubiese acercado al taller, tendría que haberse puesto antes en contacto conmigo para concertar hora. Así pues, no había venido a por él. Me lo robaron. O se lo llevó mi hijo. Lo llamé: Elías, etecé, eceté (se me ocurre aquí, para no aburrir al lector con la repetición de las circunstancias, el gracioso palíndromo del escritor Gonzalo Hidalgo Bayal). Y él, que no, papá, cuéntame. Y entonces a él sí me atreví a confesarle: pues esto y lo otro, y que no sé dónde coño está el coche. Pero él me miró de distinta manera que su madre, como si, vaya con el viejo, cómo está el pobre. Verás, le dije, llama al del Puente y le dices que eres mi hijo y que si el coche está arreglado, y que si vas a por él. Elías volvió a mirarme y deduje por su media sonrisa que estaba a punto de decirme: me estás vacilando. No lo dijo. Le di mi móvil, le localicé en la L el contacto y presioné la tecla de llamada. Preguntó por Lucho. ¿Lucho el chapista? Ah, bien, pues soy el hijo de Manolo ‘el Musga’, el Cerebro. Que si está el coche. Elías ora asentía, ora arrugaba el entrecejo, ora asentía de nuevo y decía ajá. Y colgó. Volvió a mirarme como si me conociese de algo y no acertase a saber de qué. Cuando le pregunté haciendo un movimiento instintivo con la cabeza, me agarró de un hombro y me llevó con él de paseo por la orilla del Torío, qué bonito han dejado el camino hasta la Candamia, ¿verdad papá? ¿Y recuerdas cómo se llamaba aquel alemán?, me preguntó mi hijo de pronto. Sí, ese del que tanto hablan…. Günter Grass, respondió al momento mi instinto literario. No, no. Ese no, otro… Hitler, dije apenas. Qué va, pareces tonto! Me aventuré: Beckenbauer. No, qué va, ya lo sé, papá: Alzheimer, papá, ese amigo tuyo. A ver si dejas de verte con él.

Efectivamente, el chapista se había encontrado conmigo en el bar de Mary, había llegado después a casa, había llamado al timbre, yo mismo le había abierto la puerta, le invité a una cerveza que no aceptó porque tenía prisa, le di las llaves del coche y vi cómo torcía a la derecha, hacia la calle Doctor Fleming. Así fue como me lo explicó Elías, y así fue como, estoy seguro, sucedió. Pues claro, hijo, le dije, un lapsus lo tiene cualquiera.
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