24/07/2022
 Actualizado a 24/07/2022
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«Mi abuelo no salió del pueblo. El pueblo tenía cuatro casas, cuatro calles, cuatro caminos, cuatro vecinos, cuatro perros. No había en él ni obispos, ni ministros, ni putas, ni altos cargos, no había empresas, ni banca… Ya es casualidad que por aquel lugar, remoto y olvidado, acertara a pasar la vida».

Quién, nacido en estas tierras, no conoció un lugar como el que describe Begoña Abad en sus versos. Pueblos diminutos pero vivos. Con tantos perros como casas, tantos niños como abuelos, tantos rebaños como cuadras y tantas siegas y matanzas como inviernos y veranos. Sin más ‘cargos’ que el alcalde, el médico, el cura y el maestro, a los que se rendía respeto por la autoridad que los estudios les otorgaban. Pequeños mundos con escuela, con iglesia iluminada los domingos y rosarios de penumbra, a diario. Con campanas tocando a Concejo y paisanos saliendo en hacendera, limpiando montes y arroyos y cuidando los terrenos comunales, tan de todos como de cada uno. Y también por esos lugares remotos y olvidados acertó a pasar la vida, que supuso su muerte.

Es en este punto, y por el capricho de dedicar al realismo mágico todo el mes de julio, cuando ‘La casa tomada’ viene a cuento. En esa historia, dos hermanos son expulsados de su casa por algo invisible que se va apoderando de ella, ganando terreno y desplazándolos. Sólo son ruidos sordos tras las puertas. Ellos no se asustan. Simplemente, si oyen el sonido misterioso, lo aceptan como algo irremediable, cierran esa zona de la casa para siempre y van reculando, arrinconándose ellos mismos, abandonando trozos de pasado tras las puertas. Fue el día que sintieron ruido en la cocina, ya sin acceso al alimento básico, cuando abandonaron su casa para siempre. Esta invasión simbólica y sin el uso de la fuerza, de nuestros derechos, escrita por Cortázar, es la metáfora perfecta de lo ocurrido a nuestros pueblos, desde aquel día que acertó a pasar la vida por ellos. Lo llamaron progreso. Eran simples murmullos y tras ellos, se iban cerrando puertas. Minas, escuelas, médicos, bancos… No sentimos miedo, sólo fuimos aceptándolo como algo irremediable y reculamos, reculamos hasta que, ya sin servicios básicos, nos fuimos para siempre, dejando nuestra tierra en sus manos. Se proclamaron dueños y conocedores del campo, dictaron leyes y prohibieron. Prohibieron sin tregua. Prohibido limpiar campos, montes, canales y regueros. Así fue como a los montes les fue naciendo la muerte entre las zarzas, mientras ellos tendían un cableado infernal de intereses económicos, mentiras y medias verdades, en territorio de águilas y pardales. Lo consiguieron. A Zamora ya no le quedan lágrimas, las cerezas de El Jerte pasaron miedo, las Hurdes bebieron humo y las lenguas de fuego gallegas acabaron uniéndose en un beso lascivo, con las leonesas. Ahora, la noche se nos quedó pegada al suelo, enlutando nuestros paraísos verdes devorados por las llamas.

El otoño pasado, mientras se sembraba el trigo, regresé de mi descanso veraniego trayendo como tema los ríos de fuego que devoraban La Palma. Entristece cerrar el ciclo y que la siega de aquel trigo nos pille hablando de lo mismo, aunque ahora más cercano. Y como entonces, porque lo inmenso ciega, hay que cerrar el foco y verlo en pequeñito, para ver lo mismo, porque cada tragedia las abarca todas. A Daniel y a Pilar les ardió el corral y parte de la casa. Lo de la casa les importa menos porque ellos con poco se arreglan y ya se instalaron en lo que quedó a salvo. A ella le fastidia que pillara el cuarto porque ardieron el armario y las risas del cajón de peluches apolillados, que sigue sacando a sus nietos, aunque ya cruzan la adolescencia. También lamenta la pérdida de la soga y el caldero de sacar sombras del pozo. Pero lo que más les duele es la quema de otra sombra, la de sestear Daniel. Ellos, que ya nada les rompe y hace mucho que no usan bridas porque no les galopan los caballos, hoy han llorado de rabia. Y no lo hicieron fingiendo un picor, como siempre que se les mete una pena en el ojo. Lloraban con ganas porque a Daniel, que tuvo una sombra para todos sus veranos y un abrigo para todos sus inviernos, el abrigo no le importa, pero ardiendo el cerezo que franqueaba la casa, le ardió la vida.

También donde ellos viven, hay tres casas, tres calles y tres perros. Su fortuna es un huerto con cepos, dos ciruelos, seis manzanos y mil pardales. Cerca, tienen un reguero, una ermita y dos roblones viejos. Y en la puerta, dos sillas de enea para sentar las tardes y contemplarlo todo, con la miopía ajustada hasta el campo de trigo que indultó el fuego. Pero les duele esa cicatriz del aire, con forma de árbol. Por eso, llegado el momento del descanso, toca coger las botas de los barros, libros y cuadernos a degüello, una sombra con raíces, e improvisar una fugaz visita. Ojalá esa sombra prenda y Daniel recupere el sueño bajo un nuevo cerezo. Ya apetece arrancar, oler el trigo y buscar silencios donde emborronar cuadernos. Feliz verano a todos, amigos.
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