05/05/2017
 Actualizado a 08/09/2019
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Pasan los años y a los actos administrativos les sucede lo mismo que al cuerpo humano cuando envejece: se anquilosan. Se dictan unas condiciones que regulan una parcela de nuestro quehacer diario y, veinte o treinta años después siguen igual, impasible el ademán, inasequibles al desaliento.

Y aunque se prevén los mecanismos de revisión y puesta de actualidad, son tantos los campos que existen en el actual sistema de reglamentaciones, órdenes y normativas, que terminan por entorpecerse los unos a los otros, o, simplemente, se quedan fuera de lugar, tanto por la experiencia adquirida sobre el tema, como, en su caso, porque los avances culturales y tecnológicos los dejan fuera de circulación.

Hace bastantes años, como reacción a algo tan español como era (y es), arrasar con edificios «por viejos», muchos de los cuales nunca se debieron tirar, se redactó un catálogo de edificios a conservar.

Y no me refiero a los del casco viejo o histórico, sino a los que, extramuros de aquél, deberían ser protegidos.

Y, como pasa siempre por estos lares, se hechó de largo. En parte porque tirar con pólvora ajena es muy fácil, y, en parte, porque cuando, además de no tocar tu bolsillo, entiendes que se han hecho muchas tropelías, hay que cortar por lo sano.

Así se redactó una larga lista de edificios clasificados por nivel de protección en la que, si bien están todos los que tienen que estar, hay otros muchos que, o bien no lo merecen, o bien su nivel de protección no se corresponde con lo que realmente se ha de proteger.

Cierto es que se trata de un patrimonio cultural de la ciudad (de esta o de cualquier otra, porque el criterio y circunstancia es siempre igual en todo el ámbito nacional), pero no es menos cierto que la ciudad muy poco o nada hace en su favor, salvo exigir que se proteja, convirtiéndose ésta en una carga sobre la propiedad particular.

Y si es patrimonio de la ciudad, lo lógico, y no sería mucho pedir en justicia, es que la ciudad se comprometa también en su conservación, y no dejar al administrado a solas con su problema… y su bolsillo.

Y también la ciudad, léase sus representantes, deben cuidar muy mucho la justeza de la lista de edificios a conservar y cómo actuar en ello.

Han pasado bastantes años desde que se hizo el catálogo, y éste, como ya se apuntó antes, permanece impertérrito.

Han pasado bastantes años, los suficientes como para que se proceda a una revisión del mismo tomando como base la experiencia habida, que es mucha, y, en otro orden de cosas, los avances técnicos que permiten atacar los problemas de diferente manera.

No tiene mucha lógica que edificios que son perfectamente reproducibles previo levantamiento fotogramétrico, pues no presentan elementos de fachada especiales ni en forma ni en material, tengan que ser mantenidos en su fachada con costosísimos sistemas de refuerzo, que además suponen un riesgo innecesario a la hora de excavar un sótano para hacer las plazas de aparcamiento que, además son obligatorias, cuando con un levantamiento fotogramétrico pueden luego ser reproducidos no solo con exactitud, sino incluso con materiales de mejor calidad.

También eliminar edificios que, por ejemplo, no tienen más seña que una fachada racionalista de las que hay muchas en León, y dejar las verdaderamente importantes y sacando el resto, olvidándose del conservar por conservar.

O reconsiderar los niveles de protección, y en consecuencia las actuaciones a efectuar, pues ya se han dado casos en que, una vez analizada la situación, las limitaciones impuestas no tenían sentido, como ya sucedió con el edificio de telefónica.çEn este último sentido, reevisar el antiguo cine teatro Trianón.

Este edificio, como otros muchos en el país, mantiene un uso imposible adosado a una conservación desproporcionada, que, como pasa y ha pasado ya a lo largo y ancho de este país, les condena a la ruina física, pues una vez cerrado la conservación supone unos gastos imposibles, de manera que, al final, el edificio termina en demolición obligada por el riesgo que supone.

Plantear el uso de cine, cuando los cines de gran aforo ya no tienen posibilidad de existencia, no tiene sentido, y cualquier otra posibilidad choca, administrativamente, con unas dificultades insuperables.

Y no es que el edificio como tal no merezca conservarse, cosa de la que no cabe duda, pero mantener el interior tal cual no es posible, en primer lugar por lo dicho en cuanto al aforo fuera de escala que tiene, es que los elementos decorativos del recinto no pasan de ser unos hermosos merengues dorados y verdes cuya conservación solamente por romanticismo se justificaría.

No obstante lo cual, se le mantiene un nivel 2 de conservación. Para que usted, amigo lector, se haga una idea de lo que ese nivel supone, sepa que la Catedral, nada menos que nuestra catedral, es nivel 1, y el siguiente, al lado, pegadito, es el cine Trianón. En fin...

Colateralmente, como comentario, hace diecisiete años, se intentó su recuperación reestructurando su interior para, manteniendo el uso, convertirlo en un multicine. La operación se frustró, nunca llegó a su fin, pero dos cosas tengo que recordar de aquello (este su seguro servidor intervino en ello); la batalla para ponerlo en marcha fue larga y discutida, sin haber llegado ni siquiera a plantearlo ante las altas instancias de Cultura, pero además, y ya por aquél entonces, muchas de las pinturas (bien es cierto que eran unos ‘pastelitos’ bucólicos y pastoriles), ya habían sido tapadas con dibujos de pato Donald y demás personajes de Disney. Todo eso, sin contar que el patio de butacas era en parte almacén de aparatos infantiles.

Y eso era hace diecisiete años.

Hoy está cerrado a cal y canto, y mucho me temo que su estado, y es lógico, no debe ser muy bueno.

Y es que cuando en este país nos ponemos a pontificar, sacamos todo tipo de razones para justificar, sobre todo si se trata del bolsillo ajeno, lo que sea de menester.

Algo se podría decir sobre el Teatro Emperador, pero esa es otra historia, además de que esto sería demasiado largo y aburrido.

Lo importante, ahora, es acometer una revisión de ese catálogo, quitando y poniendo, modificando niveles, reconsiderando las medidas a tomas cuantitativa y cualitativamente y, sobre todo, si de verdad se quiere conservar el patrimonio, y más allá de una simple voluntad conservacionista por decreto, hágase un plan con mayor implicación de la administración sobre lo que, de verdad, no se puede perder.
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