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El caballero del triste andador

19/10/2019
 Actualizado a 19/10/2019
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Sí. Voy a proponerme firmemente no hablar del tema. Aunque va a ser difícil porque por doquier suenan los idus belicosos de un octubre de sedición en el que rugen destempladas las ordas separatistas y soberanistas que claman por llevar la razón a costa de la paz social.

Así que hoy, estimado lector, considerada lectora, prefiero contarte algo que me ha sucedido recientemente mientras acompañaba a un enfermo en un box de urgencias del Hospital de León.

En uno de esos instantes en que la espera se hacía más tediosa, trajeron a una mujer de unos ochenta años, pulcramente vestida, con abundante cabellera cana. Llevaba todo el día soportando mareos. Ante la sospecha de afección cardiaca le administraron una de esas pastillas que se colocan debajo de la lengua. La mujer, mientras permanecía postrada en la camilla, no dejaba de mascullar los temores de molestar a los miembros de su familia. Una jovial enfermera, percatándose de la inquietud de la longeva paciente la calmó prometiéndole que se avisaría a quien fuera menester. «Pero a mi marido no le llamen ¿eh? que ese es capaz de presentarse». No acababa de pronunciar el ruego cuando al más puro estilo de un western se abrió de par en par la puerta del box nº 1. Y apareció un anciano renqueante de ochenta y seis años a lomos de un andador. A cada paso parecía desmoronarse de patente inestabilidad. Pero al final el hombrín consiguió llegar a los pies de la cama de su chica.

«¿Pero qué haces aquí? Preguntó su mujer».

«He venido en taxi».

Y se quedó sentado sobre su andador con la docilidad y ternura de un viejo San Bernardo que permanece velando a su dueña.

El reloj seguía su curso implacable con el lánguido ritmo del hastío. Pasada la medianoche llegaron dos dicharacheras vecinas. Eran dos mujeres también mayores. En sus conversaciones se barruntaba el cariño de largas conversaciones de domingo jugando al parchís, de confidencias de mesa camilla entre tazas de chocolate y bizcochos de soletilla, de esas relaciones de antaño en que un vecino era mucho más que un compañero de puerta en un descansillo de escalera.

Se preocuparon por el caballero del triste andador. Insistieron en llevarle a casa. Pero sus palabras fueron claras y tajantes: «Me quedo. ¿Cómo no cuidar de quien me cuida?»

En ese momento se me ocurrieron ciento cincuenta y cinco motivos para derramar lágrimas de emoción. A ver quien separaba a aquellos dos después de toda una vida de convivencia. La noche transcurrió tranquila. Entre gente buena.
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