El buscador de oro

«Aún quedaba mucho oro en el territorio, mucho, y había quien todavía lo buscaba. Locos, ilusos, simplemente curiosos, quién sabe. Sin excepción, todos ellos picados por la famosa fiebre»

Casimiro Martinferre
10/05/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Los sueños de los hombres no están hechos de plumas y champán, como es común creencia. En realidad son de plomo. Ya se sabe: quien consigue éxito, se adentra en la maldición; cuando Dios quiere castigarnos, atiende nuestras plegarias; el sueño de la razón produce monstruos, aunque esté demostrado que la razón es el mayor de los fracasos. Entonces, ¿están todos nuestros sueños condenados al fracaso? Pero el fracasose forja con el mismo material plúmbeo de los sueños, así que mejor arriesgarse, mejor soñar.

Aún quedaba mucho oro en el territorio, mucho, y había quien todavía lo buscaba. Locos, ilusos, simplemente curiosos, quién sabe. Sin excepción, todos ellos picados por la famosa fiebre. Cautivo el entendimiento, sumidos en la tarea sin ver más allá o importarles lo inútil del intento. Es una fantasía que sólo ellos contemplan. Aunque pierdan el tiempo, nadie podría hacerles cambiar de opinión. Por otra parte, está la cuestión peliaguda de definir qué es perder el tiempo, cuál actividad malgasta, cuál aprovecha. Mejor arriesgarse, mejor soñar.

A la orilla del cauce, entre tules de vapor mañanero, Alejandro descargó en la batea una palada bien llena de grava. Ni un gramo más, tal medida era importante a efectos estadísticos. La sumergió, apartando los guijarros mayores. La giró y giró, hasta que por gravedad sólo quedaron en el fondo materiales muy densos. Negro mineral de hierro, cristalino circón, más una partícula de oro. Un botín ridículo, lo arrojó al torbellino. Probaría suerte más arriba. No sólo era cuestión de suerte, sino también de aguante, de observación e inteligencia. En cuántas ocasiones uno encuentra la suerte allá donde le ha calculado el escondite.

De nuevo cargó la batea. Empleó la misma trabajosa técnica, pero esta vez asomaron tres partículas amarillas, brillantes, que desechó. Ni mucho menos compensaban el minuto que pudiera tardar en guardarlas, pero sí eran un valioso indicativo. Siguió subiendo.


Otra batea. Media docena de chispas en el fondo, bajo un escombro depiedrecitas de oligisto, pastosamente rojas, que la corriente recuperó. Iba bien encaminado. Alzó la mirada, hasta una tabla grande y profunda. En la orilla un talud vertical de diez metros de altura, en el que podía observar, sobresaliendo del agua, una franja de barro macizo. Sobre la franja, nueve metros de aluvión fósil, virgen, compuesto por cantos rodados de cuarcita. Se dirigió hacia él.

En el extremo aluvial, procesó con mucho cuidado una muestra de arena. Ocho chispas, más tres escamas de un milímetro. Las guardó. Lavó una segunda y una tercera. Después, dio unos pasos hacia el centro del yacimiento. Extrajo una palada, bajo un bolo de cuarzo que descansaba en el zócalo de barro. Cuatro resplandecientes escamas de dos milímetros. Picó una carga más. En el oscuro fondo de chapa lució una pepita de un gramo. Avanzó cinco metros en dirección hacia el núcleo del placer, que se encontraba cincuenta más allá, y de nuevo cebó la batea. Tranquilo, seguro de la buena dirección. Como despertando del ensueño, tuvo un momento para apreciar la estética del cuadro. Bajo la temprana luz y el frescor vivificante, su río parecía una hoz de plata. Oro, plata, plomo, eran la misma cosa.

Río Burbia, marzo de 2010
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