El artículo

Manuel Vicente González
03/05/2020
 Actualizado a 03/05/2020
No creo que nadie pueda llegar a calificarme de pretencioso porque me atreva a expresar la buena amistad que me une a la artista Esperanza D’Ors. Y si alguien lo hubiera hecho, no me hubiese importado responder que cómo no estar tan unido a ella, si a pesar de haber transcurrido varios años sin contactar personalmente con la famosa escultora, mi vista se dirige a diario, durante horas, a las cinco figuras que ocupan el salón y las habitaciones de mi casa, todas ellas realizadas por la luminosa artista, las cuales fui adquiriendo poco a poco durante años, al ritmo que marcaba su decisión creadora en cada figura.

Nieta del polifacético Eugenio D’Ors (crítico de arte, periodista, filósofo, ensayista), Esperanza D’Ors ha trabajado toda su vida reflexionando sobre la condición humana, creando figuras iconográficas y dirigiendo su interés siempre hacia el cuerpo humano. Después de los que yo adquirí, pude observar –tras las distintas exposiciones de ella a las que siempre procuraba acceder– otras muestras de su talento creativo: la algarabía de los cuerpos, una abigarrada humanidad que provocaba grandeza en una nueva exposición. Su obra, por lo general, ha girado en torno a esos cuatro elementos naturales: el agua, el aire, la tierra y el fuego. No obstante yo me quedo con estos (le dije hace tiempo a Esperanza D,Ors , con motivo de una exposición en La Lastra, en León), con los míos, con mi Ícaro, con mi Sísifo, con ese hombre desnudo que mira a su sombra…

Fue el caso que esta semana pasada, Esperanza había leído el último artículo que yo había publicado, y me señalaba ella, con total gratitud, que yo había colocado, como autor de la canción ‘A cántaros’, a Luis Eduardo Aute, cuando en realidad lo era el extremeño Pablo Guerrero (siempre tan detallista mi escultora favorita). Era cierto. Tú que tanto te las das de conocer a todos los cantautores (me decía a mí mismo), sobre todo a los que te sacan unos pocos años, pero que tanto te ha apetecido escuchar siempre: Silvio Rodríguez, Joaquín Sabina, Serrat, Krahe; también los citados Luis Eduardo Aute y Pablo Guerrero…, y te olvidas de memorizar al propio Pablo Guerrero como autor de esa canción.

No terminó ahí el asunto: unos días después me acerqué, desde Badajoz a León, a respirar ese aire que tantos beneficios me otorga, y con el que sueño a menudo. Yo tengo el privilegio de recorrer los pueblos leoneses y encontrarme en todos ellos con amigos que me reciben con gratitud, como si fuera para ellos alguien importante. León es para mí una especie de sustento íntimo, ya digo, aunque sucede que, a menudo, cuando llevo un par de semanas allí –con la familia, con los amigos, o paseando a solas por el casco antiguo–, recobro otro tipo de sueño, el que me lleva a Extremadura, como si fuera el protagonista de una película que no sabe qué camino tomar. Así me veo, agotado en esa especie de contradicción contra la que no puedo batallar, y cuyo protagonista se deja vencer por las circunstancias de un lado y de otro.

De buenas a primeras, María Jesús, una nueva amiga de Cáceres (estas mujeres la tienen tomada conmigo), saca a relucir «…encontré una equivocación, a tú artículo de la semana pasada en la prensa, etc, etc…». Se refería a la misma errata, claro, y yo comencé a pensar en la importancia que podía tener lo que yo siempre había tomado como asunto tan privado y tan efímero, un simple artículo que va vagando por distintas ciudades y que, acaso, a nadie pueda interesar –porque incluso yo mismo tuve que ingeniármelas para descubrir quién era el susodicho protagonista de la canción–. Y sin embargo llega a agradarme, por ello, la certeza de que al otro lado de mi vida alguien me recuerda, y también que no me importaría seguir magnificando la necesidad de proseguir ese diálogo inconcluso, de buscar un rincón extraño, el más idóneo, acaso, para el final de mi nueva novela.
Lo más leído