El Aleph de Christ Halff

Christ descifra significados y símbolos al profesor francés Jean Louis Lecomte

Rubén G. Robles
05/09/2020
 Actualizado a 05/09/2020
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En aquellos instantes el compositor alemán recitó:  
–Shema Yisrael Adonai eloheinu adonai ehad…  
 La salmodia recorrió parte de la Calle Ancha y algunos de los restos de la noche miraron hacia aquel extraño sujeto.
–Israel era mi palabra secreta, mi aleph.
–¿Quién lo decidió? ¿Quién decidió que fuera así?
–Se decidió en la Thule. Quienes formábamos parte de la asociación de recuperación de los valores germanos, decidimos nombrar a un ser vil para realizar una misión para la que ningún hombre sería lo suficientemente miserable, pues sería condenado por la historia y juzgado por los hombres cómo el ser más terrible de todos cuantos habían existido.
–Sabía que usted había formado parte del origen.
–Sí, no lo puedo negar. Yo fui el aleph, el principio, el primer sefirot. Yo era aún muy joven, tenía apenas una veintena de años y participé atraído por la frescura de sus ideas.
Después, en Heidelberg y tras observar los experimentos realizados con mujeres y niños judíos, me oculté y quise también borrar el recuerdo de aquellos acontecimientos y mi pertenencia a la Thule. Después… después… -aquel hombre quería recordar, parecía aturdido por el amontonamiento de sus ideas.
–Continúe –le pidió Jean Louis.
–Pero usted ya lo sabe a través de Marie, la buena de Marie, después vino el nazismo y pesa sobre mí como una losa, la responsabilidad de haber contribuido al origen de todo con mi pertenencia a la Thule, de haber permitido la aparición de aquel ser en la escena de la historia de la humanidad.
–Ustedes eligieron a Hitler y fueron acaso más terribles y miserables porque ustedes fueron quienes le eligieron a él.
–Quizás… quizás –aquel anciano se quedó pensativo, parecía disminuido, empequeñecido por lo terrible de sus pensamiento- tal vez tenga razón, pero ponga también atención al resto de mi vida, a  todo el trabajo que llevé a cabo en Alemania a mi regreso, preservando y salvando una colección artística que cuando sea devuelta por Marie, será juzgada como la mejor pinacoteca de las vanguardias de entre siglos. Recuerde que también intervine con mis acciones favoreciendo el ahogamiento  del nazismo y su financiación.
–¿Aquel libro del recipiente de cristal, era una señal cifrada?
–Sí, así actuó.
–¿Pero cómo tardaron tanto aquellas fuerzas criptojudías y judeomasónicas, tan bien dispuestas, en actuar? Porque el relato llegó a Prusia a mediados del siglo XIX y Hitler no llegó al poder hasta cien años después.
–Recuerde la profecía del fin del mundo de Miller, los Milleristas estadounidenses, ellos habían adelantado su predicción para aquellos años, para el 21 de marzo de 1844, coincidiendo con la entrega del relato de Enrique al rey prusiano. Pero, ¿sabe realmente lo que faltó?
–He recorrido el mundo detrás de una entelequia, de una ficción, usted debe responderme y no yo.
–No, señor Lecomte, le he hecho recorrer el mundo en busca de la verdad, pero tiene un aspecto que no le gusta y que a usted, como a mí me ocurrió en su día, le cuesta admitir que sea así.
–Bien, me convence, admito que se puede parecer a la verdad.
–Está bien, le responderé. En aquella época, en el siglo XIX, la época de su escritor les falló la financiación. Después pudieron financiar la destrucción de todo cuanto conocían, gracias al arte, y gracias a un artista, a aquel joven pintor austriaco, hambriento y enloquecido. Así que la empresa quedó asociada en todo su recorrido a la acción de crear. El fin del mundo se concibió, paradójicamente, como una creación, como una obra de arte. Se utilizó en un principio el arte y las antigüedades para financiar la empresa, la Thule no dejaba de ser una sociedad de recuperación de los valores artísticos de la antigua Prusia. Además, se utilizaron las aportaciones de numerosas empresas y numerosas familias judías, que desconocían lo que estaba ocurriendo en realidad.
–Algunos sí lo sabían.
–Es cierto. Los judíos ashkenazíes de Europa Oriental, judíos conversos, se entregaron libremente para el sacrificio porque pensaron que recuperar el territorio de Israel era suficiente argumento para justificar cualquier clase de sufrimiento. Se trataba, en aquellos que lo sabían, de una entrega a una estrategia que tenía las dimensiones de empresa bíblica, veterotestamental. Eso fue lo que entregamos en la Biblioteca de Saint Jacques, la financiación judía de la destrucción del mundo entendida como obra de arte, como décimo sefirot, como keter, que habría de devolvernos al aleph. Enviamos a uno de nuestros hombres para que pensara que aquello explicaba todo, que era la clave fundamental. Y lo conseguimos, ¿verdad?, le hicimos creer que por el hecho de amenazarle, era verdad todo cuanto había estado leyendo.
–Consiguieron lo que pretendían, que les creyera, me empujaron a creer que el relato era verdad.
–Queríamos probarle y hacerle creer que todos los conocimientos que adquiría eran fruto de una búsqueda en la que usted arriesgaba su propia vida. Aquel episodio también sirvió para templar su carácter y saber si era usted la persona a la que nada ni nadie detendría de su compromiso con la verdad.
Parecía dibujarse una sonrisa en la máscara envejecida y desfigurada del rostro de Christ.
–No espero que me perdone, pero debo decir algo en mi favor. Cuando apareció aquel ser como surgido de la botella,  Adolf, aquel pequeño austriaco, también de origen hebreo aunque sin saberlo, nos pareció el ser perfecto a todos los miembros de la sociedad. Y decidimos que fuera él.
–¿También lo fui yo? Es decir, ¿también salí yo de la botella, de la mente de alguno de sus colegas conspiradores?
–También, pero pensando en otra tarea,  distinta a la tarea de destruir el mundo. Su misión contribuirá a su reconstrucción, al final teórico de un mundo, el que se impuso tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial.
Hizo como si respirara aliviado.
–No hizo falta esforzarse mucho para conseguir que Hitler se hiciera con el poder y alzarle al puesto principal de la cancillería. Todo el aparato propagandístico organizado en torno a su figura se puso a trabajar sin saber con certeza para quién lo estaba haciendo. La financiación y el modo en que se organizó influyeron de manera decisiva en el éxito rápido y fulgurante de aquel ser rechazado como creador y artista frustrado. De lo bello a lo siniestro solo hay un paso, ya lo sabe.
–Kant, ¿me equivoco?

El compositor asintió.
–Las víctimas se ofrecieron sin que fuera necesario nombrarlas sin que llegaran nunca a disfrutar del resultado de su entrega, la posesión de Israel, un estado hebreo para una nación.
–El holocausto se alimentó con la raíz de una diferencia y rivalidad antigua entre sefardíes ibéricos y ashkenazíes, judíos conversos de la Europa Oriental, interpretaron la destrucción de su pueblo como el fin del mundo al que aspiraba la mística sefirótica. Los ashkenazíes se convirtieron en un Isaac sin cordero, en el hombre sacrificando a su hijo primogénito por amor a su pueblo y a su dios.
–El pueblo hebreo destruyó Europa y sacrificó a seis millones de seres humanos para obtener un territorio.
–Por fin un territorio, querrá decir, pero no cualquier territorio señor Lecomte.
–Y ni siquiera saben si es en verdad la tierra de sus antepasados.
–Señor Lecomte, le cuesta admitir el hecho de que el pueblo hebreo aceptó libremente su condición de elegido para el sacrificio. Después de siglos de humillaciones, expulsiones y sufrimientos decidió someterse a sí mismo para cumplir con su venganza de destruir Europa y no volver a ser sometido ni perseguido y al ocupar de nuevo su territorio, conseguir la libertad.
–No puedo imaginarlo, me resulta inconcebible por lo terrible que haría a todo ser humano. ¿Y cuándo se produjo el salto entre el Millerismo destructivo del siglo XIX y la locura del siglo XX que llevó al holocausto?
–La idea de recuperar el territorio de Israel era antigua, pero nadie esperaba obtener un territorio a principios del siglo XX y entonces… entonces, apareció la figura del industrial judío Reichenberger, el bisabuelo de Marie, como ya sabrá, quien decidió ser enterrado en la tumba de Enrique Gil y  Carrasco en la catedral de Santa Eduvigis de Berlín. Él fue quien decidió recuperar la historia de aquel criptojudío español y poner en marcha la maquinaria de destrucción que conduciría a la obtención de un territorio. Y como ya le he dicho, no era cualquier territorio, Israel era el pueblo elegido, su territorio debía ser el de sus antiguos enemigos pues querían aparecer a los ojos de los demás como el pueblo vencedor.

Jean Louis había intuido a través de los papeles de la biblioteca de Saint Jacques, una historia terrible, pero no de tal magnitud. El profesor francés permanecía en silencio.
–¿Hay algo que le atormente? –le preguntó Jean Louis.
–No tengo, desde hace muchos años ya, el rumor de la conciencia, el que impide hacer cosas inimaginables en circunstancias normales, cuando aún se puede seguir un código ético y de valores.
–Siente ahora cierta responsabilidad sobre aquellos hechos, ¿no es cierto?
–Sí señor Lecomte yo soy responsable en parte de algunos detalles de todo cuanto le he contado. Yo pertenecí a la Thule, sí señor Lecomte, yo tomé algunas decisiones, conseguí la financiación de los Termudi y su soporte ideológico. Contribuí a la fabricación de una historia verosímil, a la construcción de una estructura dramática y narrativa adecuada. Pero solo fui quien escribió el libro, no lo llevé a cabo, no lo transformé en hechos.
–Usted escribió las primeras líneas de este relato, fue quien rompió la ampolla y dejó que la primera palabra, aquel aleph, ocupara el mundo, como sefirot de destrucción.
–Para que el mundo sea mejor, en ocasiones es necesario someterlo a la destrucción. ¿Sabe la cantidad de avances que se han producido a lo largo de las últimas décadas gracias a los horrores de la Segunda Guerra Mundial?
–¿Escribió usted o no ese primer capítulo?
–Sí profesor –respondió al final- yo soy el aleph, como ya le he dicho, soy la primera palabra, soy el principio.

Jean Louis respiró aliviado, era lo que quería escuchar.
–Yo escribí, junto a otros, dramaturgos, historiadores, hombres de la radio, relatos creíbles, lo mismo que su escritor, Enrique Gil, Heinrich, escribió aquel relato cifrado y que produjo todo cuanto le estoy contando. Aquel relato del marqués de Vadillo escrito por Enrique, una pseudoepigrafía, era un libro portador de muerte, destrucción y agravios. El relato llegó a manos de otros masones, de otros criptojudíos y ellos contribuyeron también, con mayor o menor fortuna, a hacer del relato una historia verdadera, Miller, Rommel, Washington. Todos aquellos relatos tenían algo en común, el mismo espíritu creativo y el mismo objetivo, advertir y promover la llegada de aquel hombre capaz de traer el fin del mundo como destrucción transformada en obra de arte.

Se detuvo para hacer una pausa y beber de su copa.
–Compuse una historia en la que el mundo quería y podía creer, una falacia creíble. Cuando todo terminó decidimos presentarlo como la locura de un ser terrible, no podíamos, en ningún caso, decir que ese ser abyecto y oscuro, era el nuestro, que nosotros habíamos fabricado la botella de cristal en cuyo interior se alojó y vio la luz. Nuestro dinero, señor Lecomte, el de la Thule, el dinero judío y nuestra inteligencia, financiaron aquel proyecto y conseguimos recuperar el territorio de Israel, por lo que podemos decir que aquella historia triunfó.


En la próxima entrega Christ Halff entregará a Jean Louis su legado como arquitecto del relato del mundo.
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