30/12/2020
 Actualizado a 30/12/2020
Guardar
Vivimos un tiempo superficial y frívolo que nos hace renegar de todo lo pasado, por bueno que ello fuera. Lo hacen los cargos públicos y la gente, que se aprovecha de la escasa calidad de las instituciones y sigue el paso que le marcan. En el plano de las costumbres, se pierde la noción de las cosas y, en consecuencia, la palabra correspondiente.

Una práctica navideña, muy arraigada, era pedir el ‘aguinaldo’; un estipendio para algunos profesionales, ejemplares por su servicio a la comunidad. «El cartero le felicita las fiestas». El basurero, electricista, recadero, portero y el articulista... Te daban una tarjeta decorada con los dibujos propios de su quehacer y tú les dabas unos durillos. A otro nivel, estaba la oronda cesta de navidad, amigo. Otra tradición para agradecer un favor o deshacer un agravio, un malentendido o quitar hierro a alguna situación.

Un caso particular fue el de Nazario que, cuando volvía a casa, disgustado por no ganar la porra del bar, se encontró en el recibidor con una flamante cesta de navidad. Un cuerno de la abundancia de mimbre, con todo tipo de dulces, latas, licores, embutidos, polvorones, turrón y una negra pezuña señoreando, con orgullo, sobre todos los demás productos. Daba gloria adivinar las sinuosas formas, bajo la cubierta de celofán amarillo. Un detalle de empresa, para que no guardara rencor, cuando en enero le dijeran: «Está usted en la calle».

Antes de desarmarla, pensó Nazario que podría servir para quedar bien con el laboralista que le llevaba los asuntos, y atemperar la impaciencia de éste, cuya minuta no había sido satisfecha. Así se lo dijo a Amparo, su mujer, que aceptó con dolor. No sin antes cambiar el jamón por una paletilla y extraer un bote de espárragos, que le harían buen avío para Nochebuena.

El letrado hubiera preferido un talón nominal, pero recibió la cesta complacido, aunque pensó enviársela al médico. ¡Había sido tan atento cuando el niño pilló el sarampión! Así se hizo pero, antes de la mudanza, doña Remedios (curioso nombre para la esposa de un galeno) cambió la paletilla por un lacón y el lomo por un salchichón.

El doctor Miranda, cuya despensa estaba de sobra abastecida, pensó en regalársela a la enfermera pero, como la infeliz no esperaba nada, le encargó a su mujer que inspeccionara el paquete. Lo cual hizo, complacida doña Reme, llevando a cabo una buena purga.

La enfermera, haciendo de tripas corazón, pensó en su hija y las próximas oposiciones para la Diputación. Así pues le pasó el regalo al diputado provincial de turno, a fin de refrescarle la memoria. Eso sí, antes extrajo una botella de güisqui y otra de Marqués de Trobajo, que le dieran un poco de alegría, en compensación de los sinsabores de su trabajo.

El diputado, que ya no sabía qué hacer con tantas cestas, le dijo a un ordenanza que la llevara al presidente y así lo hizo, no sin antes sisar un tarro de marrón glacé y unos pimientos de Fresno.

Cuando, a última hora, el político y su esposa hacían recuento de los numerosos obsequios recibidos, Doña Florinda –la esposa– exclamó: «¡Vaya con Romerales!». Y él le responde: «Algo andará buscando!». Pero, cuando vio sobre la mesa, envuelto entre un gran pliego de celofán amarillo, una tarjeta, un codillo, una botella de sidra el Gaitero y una lata de foigrás, casi le da un soponcio. «Ca...Ca... Cariño –farfulló– recuerdame que, para la próxima campaña, aparte a ese miserable rufián de las listas electorales».

Ya se sabe, el que regala bien vende... si el que recibe lo entiende. Pero no fue este el caso.
Lo más leído