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El abrazo de Valencia y los jarrones chinos

18/10/2021
 Actualizado a 18/10/2021
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Las convenciones y los congresos de los partidos políticos suelen celebrarse a mayor gloria del líder, salvo cosa rara. En Valencia, este fin de semana, Pedro Sánchez y Felipe González se han fundido en un abrazo para las cámaras y para los acólitos, que veían ahí, en esa icónica fusión mediática, el final de las discrepancias o de los asuntos difíciles de familia, que nunca son extraños a la política. Y, si no el final de las discrepancias, al menos el abrazo parece significar la tregua coyuntural que exige el momento de la legislatura, cuando ya las próximas elecciones empiezan a cocerse. Nadie duda del efecto de este abrazo, ya digo, más allá de que se produzca en ese escenario de celebración en el que, como es natural, todo el mundo arrima el hombro por la marca, o eso es lo que se espera.

González ha sido crítico con Sánchez en numerosas ocasiones, con la autoridad que da haber sido un presidente de gran influencia en la historia de este país, y también en la historia del PSOE, naturalmente. Ni siquiera este icónico abrazo, que ha hecho portada en todo el país, implica que González renuncie a decir lo que piensa, y a pensar lo que dice, como él mismo subrayó con cierta retranca, casi de otro tiempo. Es más: su primera recomendación, una vez en el estrado, consintió en recordarle a Sánchez que debería fomentar el pensamiento crítico, la crítica interna, quizás porque, desde esa lejanía que no es prehistórica, como creen algunos, atisba González un tiempo demasiado dogmático y con tendencia a la doctrina, que tampoco es plan.

Me dirán que González (menos Zapatero, que también estaba allí, pero su afinidad con Sánchez parece absoluta) representa el típico problema de los jarrones chinos de la política. Él mismo ha ironizado con eso alguna vez. Grandes y valiosos, sí, cargados de historia y llenos de experiencia, sí, pero difíciles de colocar en el edificio de los nuevos liderazgos, pues incluso como decoración (dicho sea sin ofender y, también, con cierta retranca) resultan demasiado visibles y en ocasiones su presencia se hace incómoda en el nuevo escenario. Ya se apresuró González a decir que él seguiría opinando, pero «sin interferir», signifique eso lo que signifique.

Si hay algo innegociable en los partidos políticos es la unidad, aunque la discrepancia (constructiva, explicada) da un plus de credibilidad y de autenticidad, mucho más que las adhesiones inquebrantables, cuya artificiosidad se suele ver a la legua. Siempre hay un guion, me temo, al que se pide fidelidad en la oratoria y en los hechos, a poder ser, pero la política está llena de versos sueltos, aunque hablen en prosa.

En aras de esa unidad tan necesaria, cuando la legislatura toma la última vuelta del camino y exige una mirada común bajo las siglas (las que sean), el abrazo de Valencia tiene un significado mediático, traslada un mensaje tanto en clave exterior como interior, sí, tal y como sin duda se pretendía. ¿Un nuevo servicio de González? Sólo el gesto de un militante importante, que sabe de la importancia de acordar en lo genérico y discrepar en los matices cuando sea necesario. El abrazo, ya dijo, no implica el silencio.

Felipe pide a Sánchez que fomente la crítica interna, aunque pueda doler, y acierta en eso. Nunca está de más tener a alguien al lado que te recuerde que eres mortal. Este es un tiempo doctrinario, como decimos, con peligrosas tendencias dogmáticas, que intentan imponerse a la libertad de las opiniones discrepantes. No debería ser así, aunque es cierto que Sánchez también ha de gobernar con la mirada puesta en la difícil coalición que le sustenta. Difícil porque, sin duda, su acción política se ve modulada (no diré sometida) por los postulados de sus compañeros en esta coyuntura legislativa, y eso no ha disminuido con el adiós de Pablo Iglesias, sino que sigue ahí, con otra forma de hacer, pero con un liderazgo muy en alza, que es el de Yolanda Díaz.

No extraña, en efecto, que Sánchez haya buscado el acercamiento a todas las posibles familias socialistas, o sensibilidades, y mayormente a la figura de González, alejada, si nos atenemos al pasado reciente, de los gustos de algunos de sus socios. No extraña porque estamos en un claro movimiento socialista al interior del partido, hacia su esencia y hacia su historia, lo que implica un alejamiento del socialismo que ha tenido que bregar en las periferias de la izquierda, para logar un pacto de estabilidad en el gobierno. Todo esto es una necesidad marcada por el calendario electoral: no sé si un regreso a los caladeros del centro (los más importantes de este país, se suele decir), pero sí una búsqueda de una mirada más reconocible y, llegado el caso, menos radical. Una redefinición del cartel, sí, un regreso a Ferraz buscando cierta comprensión y equilibrio, no tanto el perdón y abrazo de los viejos, sino en prevención de los movimientos futuros, de la posible vuelta del bipartidismo, o incluso de los efectos que pueda tener eso que se conoce ya como «el proyecto de Yolanda».

El abrazo de Valencia entre Sánchez y González quedará ahí para todas las pantallas, y como síntoma de la inminente atmósfera preelectoral. En su intervención en el congreso, sin embargo, González recordó que él era un superviviente de ese ahora denostado por algunos Régimen del 78, y que lo era «a mucha honra». Un ejemplo de pensamiento crítico en el mismo instante en el que se escenificaba el fin de una división familiar, según se ha dicho, porque una cosa no quita la otra. Un subrayado crítico a esa idea contemporánea tan extendida, y tan polémica, de que la Historia ha empezado de nuevo.

Los asuntos de familia son habituales en los partidos políticos. Como en cualquier cena de Nochebuena, las discrepancias suceden, aunque sólo sea por circunstancias generacionales. Y a veces entre gente de la misma edad. Las luchas de poder también tienen lo suyo… hasta que todo se recoloca. No hace nada que asistimos a algo parecido en la convención Popular, que, por supuesto tiene sus propios jarrones chinos, discrepantes o no. Y lo que se conoció como «guerra fría» interna, ante lo que parecían (o parecen) aspiraciones mayores de Isabel Díaz Ayuso, se resolvió también, no sólo con abrazos, sino con esa afirmación de Ayuso de que su sitio era Madrid y no otra cosa que Madrid. Lo que parecía implicar una renuncia o un paréntesis.

Yolanda Díaz, también, está inmersa en la definición de las afinidades de sus familias políticas, con vistas al futuro inmediato. El horizonte electoral es siempre un gran constructor de escenificaciones.
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