Imagen Juan María García Campal

Ejercicios físico espirituales

16/09/2015
 Actualizado a 16/09/2019
Guardar
Cuando me abruma el presente, cuando veo cómo las bombas de la humana naturaleza golpean a amigos y personas cercanas, cuando la vida me recuerda, aun poéticamente, que va en serio; cuando me compruebo no tan fuerte como pueda aparentar, cuando me sé, cual Kierkegaard, «bajo el hechizo de una inmensa melancolía, cuya profundidad encuentra su real expresión verdadera en que me ha concedido la habilidad, en el mismo grado inmensa, de ocultarla bajo una aparente lozanía y alegría de vivir»; cuando siento nostalgia hasta de mí mismo; cuando me siento a la deriva, entonces, amarro mi viejo casco al noray del maestro del consciente vivir, José Luis Sampedro, a quien debo «ser un vividor», y me dejo llevar por el río de sus palabras para regresar por un tiempo –más corto, más largo– a mi íntimo pozo a ser, como él diría, minero de mí mismo, a intentar parecerme a «los árboles, que pasado un año malo, echan nuevas hojas y vuelven a empezar».

Con él tomo clara conciencia de que soy «(somos) un momentáneo corpúsculo, material biodegradable para el perpetuo reciclado. Un infinitésimo de energía. Pero hablante», y desnudo le pido al fiel espejo que me devuelva la imagen cierta de qué sí y qué no soy. Y sí, cierto, espanta, a vista sencilla, comprobarse masiva fuga de apogeos y, más, cuando a ello se suma el coro de goteras que a uno acompaña en sus solos cotidianos. ¡Demasiada realidad corpórea para una vez, la verdad! Mejor proceder, ante la duda de si reír o llorar, a un demorado repaso, no de los pletóricos ayeres, sino de las potencias presentes, de los sentidos aún válidos por más que, algunos, ya estén deteriorados.

Y así, repasando, uno a uno, los vitales regalos que son los sentidos, tantas veces, si no despreciados, sí poco apreciados; tan poco, en conciencia, sentidos y utilizados; así, revisadas sus mejores memorias, fascinado por los regalos de vista y oído, gozoso de los de olfato y gusto, emocionado de los tactos atesorados, a todos agradecido, me adentro en mi pozo a separar menas de gangas, me ahondo en mi caudal al dragado de mis íntimos lodos.

Sí, cuando veo cómo la humana naturaleza golpea a amigos y personas cercanas, me asusta la sabida finitud; sí, sobre todo si la pienso dolorosa –tanto la sueño sosegada, sabida, vivida a sentidos plenos–, que he de registrar cada instante vivido como mineral con que forjar una última agradecida sonrisa. Pero nadie especule, quizás todo esto tenga algo que ver con el madrugador otoño y sus melancólicas esencias.
Lo más leído