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Eduardo Mendoza, el humor que nos libera

20/01/2020
 Actualizado a 20/01/2020
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Hacía ya algunos años que no tenía ocasión de encontrarme con el gran Eduardo Mendoza, al que había entrevistado en 2010 con motivo del Premio Planeta por ‘Riña de gatos’. Entonces me había parecido extraordinariamente elegante, dotado de una fina ironía que expresaba con su voz modulada y tranquila, como quien no quiere la cosa, y con ese brillo en los ojos que denota una gran capacidad para sacar punta a casi cualquier asunto. Siempre, ya digo, sin acritud. Igual que en sus novelas, Mendoza habla con un humor que bascula entre lo surrealista y lo absurdo, pero lo hace de una forma sutil y natural, sin artificios, aunque reconozco que también manifiesta cierto deje travieso en ocasiones, particularmente a la hora de elegir los nombres de sus personajes (ahí está, para demostrarlo, el inefable príncipe Tukuulo).

Esta vez, con motivo de su último libro ‘El negociado del yin y el yang’ (Seix Barral), volví a encontrarme con el autor barcelonés y, por avatares que no vienen al caso, tuve la ocasión de acompañarlo largamente, en compañía de unos amigos, hasta casi entrada la medianoche. Así que, en esta ocasión, la conversación fue mucho más allá de lo literario, sin perder, eso sí, ese tono comedido y a la vez ingenioso tan propio de Mendoza, siempre envuelto en una especie de halo de perplejidad sobre todo lo que nos sucede.

Mendoza había llegado de Londres tan sólo un par de días antes, para atender algunos asuntos de promoción y, al tiempo, para reencontrarse con su ciudad y con su país, del que se fue, sin irse del todo, hace ya algunos años. Es posible que el escritor se cansara de algunas cosas, porque la realidad se ha vuelto áspera y muy poco confortable en este país, como si hubiéramos entrado en un bucle interminable. Pero no hablamos mucho de esas cosas. Lo cierto es que Mendoza, por asuntos de trabajo, se hizo cosmopolita desde muy joven, cuando era mucho más difícil que ahora, y de pronto ha recuperado el paisaje anglosajón y también aquel inglés de los años que vivió en Nueva York, cuando en los setenta trabajó como traductor para Naciones Unidas. «Pero sigo viniendo mucho por aquí», me dice, quizás para demostrar que hoy uno no está lejos de ninguna parte.

Es en ‘El negociado del yin y el yang’ donde habla Mendoza de cómo eran las distancias en los años setenta. El mundo era muy diferente. Viajar resultaba una verdadera aventura, y las separaciones eran drásticas. Su marcha a Nueva York está descrita en parte en este libro, que, como ya pasaba en ‘El rey recibe’, y como pasará en la siguiente novela, explica la historia del siglo XX a través de su propia biografía (o, más bien, a través de la biografía de su personaje, Rufo Batalla). Mendoza me habla de aquellos años en los que España estaba a punto de cambiar: él se fue en 1973 y Franco, como es sabido, desaparecía en 1975. Todo eso ocurre, como digo, en esta última novela, donde también vemos al personaje volar a Barcelona para encontrarse con su familia, que lo recibía con alborozo, mientras el personaje (y también Mendoza en la realidad) advertía la parálisis que envolvía todo. «Yo venía, me saludaban encantados y los veía sentados en torno a la mesa, casi como los había dejado», dice con humor.

La muerte de Franco, que en la novela le es comunicada telefónicamente a Rufo por su hermana con un escueto «ya está», pilló a Mendoza en Nueva York. «Siempre he pensado que lo verdaderamente importante fue la desaparición física de Franco, el hecho biológico, esa seguridad de que ya no estaba», me dice. «Pero cuando nos enteramos, nos sentimos un poco raros. Todavía era en Nueva York el 19 de noviembre, [por la diferencia horaria]. Nos dijimos: ¿y ahora qué hacemos? Nos fuimos a tomar unos whiskies a un bareto cercano. Eso fue todo. Nos sentíamos de pronto muy extraños y no sabíamos qué ocurriría a partir de ese momento en nuestras vidas».

Pero la muerte del dictador y el comienzo de una nueva etapa en la historia de España es sólo el contexto de ‘El negociado del yin y el yang’. Un contexto lejano, que muestra que la historia a veces nos lleva por caminos insospechados, porque el personaje se ve envuelto en situaciones hilarantes, kafkianas, absurdas, que son, sin duda, las favoritas de Mendoza. «Creo que mis personajes viven en un estado de perpetua perplejidad, pero la verdad es que así es como vivo yo mismo», explica. «Me sorprende mucho que el mundo aún funcione», reconoce. Como casi nada tiene sentido, el humor es una de las pocas herramientas útiles para sobrevivir. Lo surreal que envuelve lo real es lo que puede salvarnos. Lo absurdo nos libera de la estúpida solemnidad. El humor puede no salvarnos del todo, pero al menos nos ayuda a transitar por los parajes del miedo y de la frustración.

Hablamos y hablamos sin parar, en compañía de amigos como Pintor, o de su editora, Elena Ramírez: ya casi va cayendo la medianoche, y ahí Eduardo Mendoza se aventura sobre otros asuntos de la actualidad. Lo de Cataluña lo ha comentado unas horas antes, en una reunión con los lectores: «[A pesar de todo lo dicho] no creo que el humor pueda solucionar esto. No, al menos, tal y como está. No sé cómo se resolverá. Ni siquiera sé si se resolverá. Lo veo con más amargura que otra cosa», dice, con cierto cansancio.

A pesar de la perenne perplejidad que envuelve a sus personajes, y a sí mismo, Mendoza no deja de sonreír. Sus ojos transmiten esa mirada irónica, pero siempre elegante. En ‘El negociado del yin y el yang’, Rufo Batalla aparece dibujado en ese decorado lejano de la historia de España, en los años de la muerte de Franco, pero vive una loca e hilarante aventura por Oriente, una especie de parodia de los ‘thriller’. En ese gran despliegue disparatado, aparece incluso un helicóptero de los usados en Vietnam. «Viví muy de cerca todo lo de Vietnam en Estados Unidos. Conocí a mucha gente que fue llamada a filas, y a otros que salieron por piernas hacia Canadá… Todo el mundo sabía que aquella guerra era la ruina total», dice.

Nos despedimos. Este es el hombre que un día escribió ‘La verdad sobre el caso Savolta’, que algunos tuvimos en los programas del bachillerato. Este es el Premio Cervantes de 2016, gran amante del humor cervantino. Este es el hombre que, desde su residencia de Londres, mira también con perplejidad el Brexit y a Boris Johnson: «es un producto decadente de Oxford o de Eton, pero muy inteligente. No sé por qué diablos se ha metido en esto. A veces lo he escuchado recitando trozos de la ‘Ilíada’ en griego… Me hace gracia ver cómo siguen con su Brexit, tan contentos…. En fin, ellos sabrán».
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