06/03/2022
 Actualizado a 06/03/2022
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En los primeros años de este siglo, y había signos para ello, se especulaba sobre si la humanidad entraba en una nueva edad histórica o no. Los más osados lo daban por hecho e iban un paso más allá en sus conjeturas para teorizar acerca de si a dicha edad le corresponderían buenos tiempos o tiempos salvajes. Había argumentos suficientes para una u otra posibilidad. Incluso para las dos de manera simultánea.

Sabemos ahora que este siglo, esta edad, es una sucesión continua de conmociones y que de un día para otro unos aviones pueden estrellarse contra los edificios más emblemáticos de Nueva York, que una crisis económica global nos abisma en la pobreza, que una enfermedad universal puede paralizar el mundo, que un volcán estalla y nos asombra por su belleza y por su tragedia o que una guerra se desata de súbito en el corazón de Europa. ¡Cómo no sentirse vulnerables! Todos esos estremecimientos del planeta, más otros menos tangible pero igual de crudos, tienden a paralizarnos porque generan miedo. O hedonismo, que es la respuesta inversa al mismo escalofrío.

Edad de temerosos y de epicúreos, pues, que como todos los extremos tienden a tocarse. Sin ir más lejos, en las decisiones políticas que adoptan favoreciendo a una misma opción extemporánea: la que les garantiza, bien un cierto orden imaginario, bien la libertad individual de obrar a propia voluntad. La exclusión en suma de todo interés común o beneficio colectivo.

¿Será éste, por lo tanto, el sentido de la nueva edad? Personalmente, no lo creo y no soy el único que milita en esa fe. Más bien afirmo que continuamos en tránsito y que todas esas sacudidas son en cierto modo su expresión. Pero tampoco hay duda de que nos movemos en el filo, apenas si hay margen ya para girar definitivamente hacia lo locura o hacia la sensatez. Por suerte o no, conocemos el resultado del pánico y del puro deleite. Nos resta probar el sabor de la audacia para reconquistar la vida, ese espacio que comparto con otros, con otras, contigo.
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