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Dos veces muertos

28/03/2021
 Actualizado a 28/03/2021
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En uno de los colegios de curas a los que fui se suicidó un sacerdote. Debía tener yo 13 años y aquella mañana no se hablaba de otra cosa en la entrada: ¿Te enteraste? Se tiró desde el tejado. ¿Cómo se llamaba? ¿Pero éste daba clase? Entérate dónde se tiró. ¿No hay sangre ni restos por ahí?... Nadie sabía nada de ese hombre, salvo los religiosos del centro, que guardaron silencio ante el incidente. Entonces me di cuenta que el colegio eran dos mundos: uno exterior, por el que se movía la chavalería, y otro interno. Recuerdo que esa dualidad estaba representada por las escaleras: por una parte, aquellas por las que subíamos y bajábamos a las clases y, al otro lado de la pared, en paralelo, las que usaban los hermanos de la orden. En ese mundo interior había profesores, pero también curas que simplemente vivían allí –como el suicida de nombre rápidamente olvidado–, quién sabe si destinados por algún provincial en premio o castigo por su comportamiento. Alguna vez husmeé un poco en ese otro lado, como quien asoma las narices en un portal a otra dimensión, con bastante acojone por ver qué me podría encontrar.

No sé por qué, pero últimamente me pregunto por lo que pasó entonces. ¿Qué hizo que la existencia de aquel hombre ya no le fuese soportable, llevándole a cometer semejante pecado contra la doctrina de su Iglesia? ¿Agravó la situación el griterío y la felicidad infantil de lunes a sábado en el patio? ¿A qué se dedicaba en el colegio? ¿Le lloró alguien? ¿Amigos, amantes incluso? ¿Puede que hasta hijos, reconocidos o no? Han pasado casi 30 años y lo más probable es que nadie se acuerde de aquella persona; ni yo mismo soy capaz de rememorar el más mínimo dato. Aunque tal vez me venga ahora a la memoria la historia porque, en una época en que florece la muerte, no paro de pensar en esos ‘otros’ muertos. Los olvidados. Lo que llamaba el dibujante-periodista Joe Sacco ‘notas al pie’ de la Historia, como cuando investigó las matanzas cometidas en Palestina en una guerra secundaria y que nunca le importó a nadie, dentro de la sucesión de conflictos en la zona.

Pienso en los cadáveres que nadie reclama. O en los perfiles anónimos y abandonados de las redes sociales, cuyos autores mantuvieron de incógnito y que les han sobrevivido, sin despedidas ni nada. Me repito que ser conscientes de que nos vamos a morir más pronto que tarde es lo que mejor nos mantiene vivos. Y que, como dicen en ‘Coco’, la verdadera muerte, la definitiva, es cuando ya no queda nadie que te recuerde.
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