29/09/2021
 Actualizado a 29/09/2021
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Al bar se va cuando se tiene sed. También cuando hay hambre. En él paramos cuando estamos cansados y cuando no. Allí vamos buscando jarana y soledad, reír y llorar, informarnos y desinformarnos, hablar y callar. A él acudimos para encontrarnos, para escondernos y después de un entierro. Atravesamos su puerta antes y después de cada viaje. A veces entramos buscando el alivio de un urinario y otras, el de una fiesta. Vamos a echar la partida y a mirar cómo la echan los demás. Al bar se va para una cosa y para la otra; y todos, en algún momento, acabamos pasando por ese terreno que considero sagrado. Será por eso que a él voy para incumplir siempre la premisa de «una y para casa».

Mis primeros recuerdos en un bar cuando era una rapacina son sentada en aquellas sillas de escay donde Nano pelando gambas cocidas y bebiendo un mosto un domingo después de haber ido a misa. No tardé en percatarme de que allí se movía bastante la vida, más que en la iglesia. El bar era refugio. Es casa. Dice J.R. Moehringer, en esa gran obra que es ‘El bar de las grandes esperanzas’, que el bar es un «lugar de salvación». Amén.

Claretes, cañas y todo tipo de enjuagues bucales se suceden en ese templo en el que cualquier rato malo puede acabar convirtiéndose en el mejor (o en el peor). En el caso de mi pueblo el profeta que en los últimos años ha estado detrás del altar mayor de ese murete que hay en el bar es Andrés. De ahí que el bar, aunque sea de propiedad municipal y en la puerta ponga Casa de la Cultura, haya acabado llamándose ‘Donde Andrés’. Porque los lugares son de quienes los habitan, y en mi pueblo lo habitará él hasta este jueves. Se va. Dan igual los motivos. Él se va. Se cierra otra vez el bar. Como si hubiéramos tenido poco en el último año. Como si no fuese suficiente este silencio que trae consigo septiembre.

Cuando entró en vigor el estado de alarma el 14 de marzo de 2020 fue Andrés una de las personas que más eché de menos. Nunca imaginé que en esta nueva normalidad iba a tener que aprender a vivir sin él. Otra vez. Te echaremos de menos, amigo. Porque el tuyo, como el Dickens de Moehringer, siempre ha sido «fresco en los días de canícula, cálido desde las primeras escarchas hasta la primavera». Nos vemos pronto a este otro lado de la barra. Y seguirás siendo refugio, el mismo lugar de salvación. Pon la espuela, Andrés.
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