03/11/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Día de Santos y Día de Difuntos. Un tiempo hubo, no hace tanto, en el que por estas fechas, puntual, se asomaba entre bambalinas la figura del Don Juan. Lo mismo que acudían los buñuelos a las mesas o las flores a los cementerios, también el mito formaba parte del escenario en esos días tenebrosos. Hasta la televisión, que ya es decir, le hacía hueco en su horario estelar, ese prime time que dicen ahora los entendidos.

No ocurre así en este siglo de la información y del conocimiento, relegado el mito a alguna representación seguramente menor y sustituido en las carteleras por cualquier emisión perfectamente prescindible. Poco importa que esa figura haya atravesado nuestra cultura desde hace siglos y en las más variadas formas: teatro, música, novela, cine… Como poco importa también que su asunto eterno haya venido firmado por nombres gloriosos como Tirso de Molina, Zorrilla, Mozart, Molière, Torrente Ballester o Gonzalo Suárez entre otros. Al final las tradiciones duran lo que duran y de nada sirven todos esos avales. Es decir, que no son eternas ni mucho menos, por más que así se argumente cuando de la permanencia de los espectáculos y sacrificios taurinos se trata. No, no es la tradición lo que permanece, sino la banalidad y la sangre.

No nos engañemos. Por más que se presuma de las generaciones mejor formadas (a saber en qué y para qué), lo que prevalece en la actual cultura española sobre todo y un poco menos en la universal es la adolescencia perpetua, el eco infantil y la monserga familiar. Y no hay mejor ejemplo de todo ello que esa fiesta boba de sustos y disfraces que se ha llevado por delante al Don Juan en un abrir y cerrar de ojos de calabaza, como se llevan por delante todo lo que pillan botellones, jolgorios y animales maltratados en nombre de la tradición y del comercio.

No es de extrañar que el filósofo alemán Rüdiger Safransky sentencie que «hoy sólo un futbolista alcanzaría la fama de Goethe». Por cierto, ¿sabe alguien en qué equipo juega ese tal Goethe?
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