Don Enrique, el cura que enamoró a todos

Por Julio Cayón

08/03/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Dijeron de él, infinidad de veces, muchas cosas. Dijeron de él, por ejemplo, que tenía mal genio. O que tenía ¡bendito sea Dios! demasiado carácter. Que se enfadaba mucho. Decían, decían… pero todos, cuando les miraba a los ojos, caían rendidos y le adoraban, si el término adorar puede utilizarse ahora sin reparo alguno, que ya está –de eso no hay la menor duda– en el cielo. Era don Enrique en estado puro.

Y no. No era mal genio ni excesivo carácter. Era, simplemente, su marcada personalidad, su manera de ser, su fondo de hombre bueno que le cantaba las cuarenta al lucero del alba, y se enternecía ante la presencia de un niño. Y también de una niña, que no es cuestión de herir caprichosas susceptibilidades. Sí, era don Enrique y su apostolado permanente y sereno. Era… diferente al resto.

El bueno de don Enrique –pequeño de estatura y con un corazón sin límites– sabía a la perfección lo que era vestir de sotana. Ser cura. Que, por cierto, la enlutada prenda solía ponerla casi exclusivamente el Viernes de Dolores para acompañar a la Virgen del Mercado en su urbano peregrinaje, adornado el brazo izquierdo con un paraguas ‘de toda la vida’, si es que las nubes hacían acto de presencia. Que luego, cuando correspondía o era el momento, sabía cómo remangársela, cómo transformarla en un ropaje talar civil, y ser uno más. Porque don Enrique –que siempre, porque se lo ganó como persona, llevó el don por delante– era uno más. Y así se comportaba. Era uno más en la parroquia y en la ciudad. Por eso le querían. Y le seguirán queriendo por siempre y para siempre.

A don Enrique –Enrique García Centeno– le habían nacido en la clerical Valderas un 8 de marzo de 1935 –hoy habría cumplido ochenta y dos años– y se había ordenado sacerdote, en Salamanca, el 28, también de marzo, de 1959; es decir, veinticuatro años después. Con él, en la misma ceremonia, cantaría misa el que después sería cardenal Rouco Varela. Esto lo contaba don Enrique como mera anécdota, como hecho puntual, y nunca como dato a tener en cuenta más allá de la pura coincidencia.

Pronto llegaría a León para ejercer su ministerio. Pero en contra de lo que se cree, la parroquia de Nuestra Señora del Mercado no fue su primer destino, su primera casa en la capital leonesa. Durante unos meses, muy pocos, le acogería la parroquia de Santa Ana, donde permaneció –y es batirse a duelo con la memoria– alrededor de unos diez meses. Luego, enfiló la calle Barahona, pisó la de Puerta Moneda, y se ancló para siempre en la de los Herreros. A partir de ahí, con el permiso de don Heraclio –el recordado párroco del Mercado– se convirtió en el mayor devoto de ‘la Morenica’, de ‘la Virgen de las Tristezas’. Y de la barriada toda, a la que sirvió con humildad, campechanería y amor.

Desde aquellos sus primeros tiempos en el barrio del Mercado, don Enrique parecía tallado en apretada madera de cedro, aunque –por la bondad que irradiaba si se ponía sentimental– con añadidos de chopos de la Candamia. Duro y blando a la vez. Aterciopelado y terso. Cabal y reflexivo en todas y cada una de las decisiones que debía tomar como sacerdote y párroco. Que a pesar de parecer iguales ambas encomiendas, son conceptos distintos en la práctica.

Y tanto fue así, que don Enrique llegó a consolidar un lenguaje propio –famoso en el entorno– cuando se dirigía a un parroquiano. Jamás le decía a un conocido ‘adónde vas’, sino ‘aguarda’. Tampoco ponía en duda a nadie ni a nada fuese el escenario que fuera; su respuesta, su comentario, se ceñía al ‘se dan casos’. Como cuando surgía algo difícil de resolver por desacuerdo de las partes, pronunciaba de manera lacónica aquello de ‘acaso’. Y si alguien no estaba de acuerdo con algo que él había dicho con anterioridad, zanjaba con un ‘acaso no me entendiste’. Y ahí concluía el asunto.

De modo y manera –en palabras del recordado Victoriano Crémer– que don Enrique, sin pretenderlo, se convirtió en toda una institución en el Barrio del Mercado y en la ciudad. Al igual que ocurriera, exactamente igual, con Alejandro Morán, el mejor relojero de la calle del Teatro, con la cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno. Que, por cierto, entre uno y otro –don Enrique y Alejandro– siempre existió una complicidad, una unión personal que fue más allá de la muerte del bonachón del relojero, del imborrable Alejandro. Don Enrique siempre sintió una especial debilidad y cercanía por él.

Y como hombre –y sacerdote– de barrio que era –del histórico y ennoblecido barrio del Mercado– don Enrique alternaba junto a sus convecinos. Y hacía parada, y a veces fonda, en ‘El Begoña’, ‘El Río’, ‘La Sacristía’, ‘La Cantina’, ‘La Muralla’… y algún otro. Maestro en el juego del Mus, entre otros, comprometido y atrevido era ponerse enfrente. Que se lo pregunten a más de uno, para quienes su mayor alegría era ganarle al ‘cura’. A decir verdad, pocas tuvieron.

Dígase por último, que por su gran capacidad de trabajo desempeñó –además de la responsabilidad parroquial– tareas tan complejas como delegado episcopal de la Junta Mayor, consiliario de la cofradía de Angustias y Soledad, director nato de Jesús Nazareno, responsable, en León, del Camino Neocatecumenal… y devoto insustituible de la Virgen del Mercado, a la que sirvió y mimó durante más de cincuenta años.

Y ahora, ayer, se fue para estar al lado de Jesús y al abrigo de la Virgen. Y lo ha hecho un 7 de febrero de 2017, martes, horas de antes de celebrar su onomástica, que sonaba a gloria bendita para cuantos le querían. Que eran por cientos, quizá por miles. Andaba un poco pachucho los últimos, sí, pera nadie intuía que el equipaje lo tenía dispuesto y preparado. Se nos ha muerto don Enrique, se nos ha ido, y con ello, desgraciadamente, se escribe una nueva página de la historia de León. De la del cura, por antonomasia, de esta ciudad de Reyes. De don Enrique. Ni más, ni menos.
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