12/04/2020
 Actualizado a 12/04/2020
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Algunos días me pregunto cómo seguirá el Parque de Quevedo, ahora que nadie lo atraviesa –las madres y los niños, los ancianos apeteciendo la luz–, con las tórtolas y los pavos campando a sus anchas. En uno de sus extremos está el quiosco de Isidro, casi haciendo chaflán, en pleno Camino de Santiago. El número de quioscos se ha reducido notablemente en los últimos años y bien se puede decir que el suyo, modesto y discreto como mandan los cánones, es casi una institución en la ciudad. La compra de periódicos ha pasado a ser una flaqueza propia de soñadores y excéntricos, pero en estos días pascuales, mientras el mundo zozobra en una crónica de terror, los quioscos se han convertido en un bastión frente a tanta calamidad. Detrás de su mostrador, Isidro continúa mostrando su expresión benévola a clientes que, por fuerza mayor, se han vuelto más esporádicos y huidizos. Todos echarán de menos unos minutos de charla amena. A su quiosco vamos a parar un pequeño universo de personas que parecemos tener allí un punto de reposo, a la manera de esas posadas donde recalaban los viajeros de postas y los marineros errantes: Ángel, Eutimio, Nacho o Luán, que nos cuenta historias de su patria, Eritrea. También allí coincido con José Luis Gavilanes, a quien tengo el honor de acompañar en estas páginas. A veces, de modo casual y milagroso, como si aquello fuera el célebre camarote de los Marx, nos congregamos un montón y los diálogos toman el cariz vehemente de una tertulia radiofónica. No es menos cierto que rivalizamos por quedarnos a solas con él y dar rienda suelta a nuestras querencias: en mi caso, los western, género del que Isidro disfruta con ese gozo de los cinéfilos que aman a Raoul Walsh y fuman en pipa. Me pregunto cuándo llegará el momento de recuperar ese idilio de la normalidad, esas conversaciones que tenían algo de pausa banal y estupenda: como cuando fumábamos a hurtadillas, o nos deteníamos un instante junto al río, o interrumpíamos el camino para ver la expresión jovial de una muchacha hermosa. Nunca fueron más inciertos y largos los días de abril, nunca. A eso de las tres, dejando atrás el murmullo sobrenatural del Parque de Quevedo, Isidro baja la trapa y enfila sus pasos hacia El Crucero. Como tantos domingos.
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