13/08/2016
 Actualizado a 05/09/2017
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Con indolencia veraniega, ojea uno las páginas refrescantes del periódico, las de las verbenas y fiestas populares, que van cayendo como perseidas, y se topa con gente disfrazada de romano o de medieval, dependiendo de cómo se aten la cuerda en torno a la sábana o la colcha con que se cubren. Y con mercadillos de productos romanos o medievales, dependiendo del tipo de letra, capital o cursiva, que luzcan los rótulos de sus tenderetes.

Salvo en contadas excepciones (en Vegas del Condado recrean los años de la posguerra, como si se añorasen), Roma y el medievo se han convertido en las imágenes especulares de nuestros pueblos, en una suerte de Edad de Oro dorada descafeinada y de falsete a la que cabe remitir cualquier gloria pasada, cualquier orgullo pretérito de esos. Como si no hubiera otras épocas históricas, o las demás fueran peores o más vergonzosas. Péplum o cronicón. Bien es cierto que se trata de Romas y medievos de capirote, entregados a arquetipos y caricaturas, un Astérix por aquí y un Capitán Trueno por allá, pero no lo es menos que todos los gobiernos de los territorios del país, regiones, autonomías y comarcas, han escogido también esos períodos, en especial la Edad Media, como una suerte de mitología identitaria improbable, y de ellos extraen aquello que les interesa (y que casi nunca es auténtico o verídico), dejando en la cuneta aquello de lo que nadie podría sentirse orgulloso. Se comportan como en las verbenas y fiestas: interesa la juerga, no lo serio. Para ganancia de mercaderes y promotores, por supuesto.

También debe de haber algo, una especie de acto fallido freudiano, en la elección de épocas determinadas para tomarlas como modelo, en demérito u olvido de otras. Quizás por ser tan lejanas, comprometen menos. Tal vez por haber adoptado formas de leyenda, prescinden del rigor y la duda que resultan de toda retrospectiva sensata. Pero, no estando de fiesta, en esos simulacros hay trampa. Y caemos en ella con demasiada alegría.
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