22/05/2018
 Actualizado a 08/09/2019
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La semana pasada despedíamos al que fue primer rector del Seminario Menor de La Bañeza, Don Gonzalo Fernández Losada, que fallecía a los noventa y cuatro años de edad. Eran los primeros años de la década de los sesenta. Casi seiscientos alumnos internos, sin más vacaciones que las de verano y navidad. Una disciplina espartana. Por entonces aún se hacía la mili y la exigencia del Seminario no tenía nada que envidiarla. El silencio era una norma sagrada que casi solo se podía interrumpir en los patios y un poco a la hora de comer. Las bofetadas estaban a la orden del día, como en todas partes. Ciertamente nos parecía un poco exagerada tanta disciplina. Y es posible que alguna gente quedara traumatizada. Personalmente no tengo nada que reprochar, aunque creo que tampoco daba motivos para ello. Más aún, recuerdo aquellos años con gratitud y también a Don Gonzalo por algún rasgo especialmente generoso. Mi padre solicitó una beca fuera de plazo, ante la imposibilidad de pagar la pensión de un trimestre. A pesar de todo fue concedida y nos enteramos de que había puesto él el dinero de su bolsillo.

Pero el motivo de este recuerdo se debe sobre todo a lo que hemos ido aprendiendo con el tiempo: que sin disciplina y exigencia no se va a ninguna parte. Porque ahora sucede todo lo contrario. La disciplina es la gran ausente de los centros de enseñanza. Se ha creado un clima generalizado de falta de respeto, de desobediencia, de mala educación, de incontinencia verbal, de falta de atención y de poco trabajo, de tal manera que uno echa de menos aquellos tiempos. En realidad de otra forma hubiera sido imposible controlar a más de medio millar de alumnos internos. ¿Se imaginan que los alumnos de nuestros institutos estuvieran todos internados en el centro, día y noche?

Por el Seminario de La Bañeza pasaron miles de alumnos. Y se puede decir que la gran mayoría han triunfado en la vida. No está tan claro el futuro de nuestros estudiantes de hoy, muchos de los cuales hacen lo que les da la gana, sin que nadie les ponga freno. Don Gonzalo tenía la virtud de que no necesitaba hablar. Su sola presencia imponía respeto. Y si decía una palabra no necesitaba repetirla. Reconozcamos que hoy el respeto a los profesores muchas veces anda por los suelos. Y de poco vale que uno intente mantener el orden si el ambiente general, empezando por la familia y continuando por el resto de la sociedad, esa alérgico a la más mínima exigencia. Más aún, si los propios padres les consienten todo y desautorizan a los formadores.
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