26/07/2020
 Actualizado a 26/07/2020
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Sobre los chanchullos financieros que se están desvelando día tras día sobre el rey emérito, y sus posibles repercusiones jocosas sobre él y una monarquía en cuestión, sintoniza bien lo que se dice en el prólogo de la novela que en estos momentos ocupa mi atención. Se trata de la obra de Ramón J. Sender ‘Mr. Witt en el Cantón’. Sender es, sin lugar a dudas, uno de los más importantes novelistas españoles contemporáneos. La citada novela fue Premio Nacional de Literatura en 1935 y publicada a comienzos de 1936. El personaje Mr. Witt es un británico empleado en los talleres de artillería de Cartagena, distanciado, tanto por su ciudadanía como por su psicología de buen victoriano, de los problemas de una España al borde de la guerra civil; así como simple espectador de los agitados sucesos de 1873 que siguieron a la proclamación del Cantón de Cartagena, capital insurreccional y revolucionaria de los últimos meses de la Primera República.

En el prólogo de la segunda edición de dicha novela, en 1968, advierte Sender al lector que tan sólo hubo una diferencia textual con respecto a la primera. Consistía en una letra de menos. Sin embargo, esa insignificancia tiene su enjundia. La letra suprimida era una hache y el autor da su explicación. Cuando escribió la novela, Sender no sabía una palabra de la lengua de Shakespeare. Después, como sabemos, se embebió de ella desde 1939 hasta su fallecimiento en los EE.UU, en 1982. Refiriéndose Sender al himno nacional británico, escribió erróneamente ‘God save the king’ (Dios salve al rey) poniendo una hache entre la ‘s’ y la ‘a’, mudando así la palabra en ‘shave’. De este modo la frase decía algo muy diferente y sin duda jocoso: «Dios afeite al rey». La cosa tenía, pues, su coña. Como, por contra, se erraría al quitar una ‘r’ en «Dios salve al rey borbón», por «Dios salve al rey bobón». Cuando se produjo la traducción de la novela de Sender al inglés por Peter Chalmers Mitchell –profesor de la Universidad de Oxford y antaño preceptor del rey en su infancia–, comunicó a Sender por escrito que había mostrado la página al rey, a quien el error le pareció muy divertido.

Sender prosigue con ironía en el prólogo de la novela advirtiendo que no pocos bienes de la providencia les han sido deseados a los reyes y a los emperadores, pero nunca que Dios les afeite, locual es una impertinencia infantil y metafísicamente absurda. «Dios afeite al rey» sería un título esplendoroso para el himno nacional de una monarquía. Así y todo, o quizá por eso mismo, Eduardo VIII (1894-1972) dejó más tarde el trono para casarse con una bella dama americana. En el error reconoce el propio Sender que podía haber un lapsus freudiano verdaderamente trascendente: «Porque a quienes afeitó en seco el hado fue a nosotros pobres republicanos, poco después. Pero a mí –concluye Sender– me creció la barba otra vez».

Respecto a la atención que mereció la novela fuera de España, señala Sender que en la misma Inglaterra, a pesar de lo mal que trató a Mr. Witt, los críticos de las revistas más conservadoras inglesas hablaron bien de la novela. Y añade: «Sólo los países de madurez cultural y estabilidad política pueden tolerar la sátira». Y, al parecer, la de Sender, a pesar de su dureza, fue asimilada sin rechistar. Cierto es que los ingleses saben burlarse de sí mismos antes y mejor que los foráneos. También sabemos algo de eso nosotros los españoles. Nadie ha sabido burlarse de sí mismo tan cabal y profundamente de España como el autor de ‘El Quijote’.
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