21/05/2021
 Actualizado a 21/05/2021
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No hubo opción. Hasta los negacionistas de lo virtual, que presumimos de no haber hecho jamás una compra online, iniciamos un idilio exprés con la tecnología, como único modo de contactar con el mundo en aquel confinamiento histórico. Hasta creímos que aquello funcionaría mientras abrías apps y concertabas citas. Fue un idilio corto, al comprobar la frialdad y el silencio con que ese poder invisible dejaba SMS cancelando las citas prometidas, una tras otra, sin altercados, sin explicaciones ni derecho a réplica porque las redes no escuchan y los teléfonos placebo que nos dieron, atendidos por fantasmas, eran un simple simulacro. Acabamos claudicando, asumiendo que estábamos abandonados a nuestra suerte, la sanidad virtual es una quimera y esperamos a que se abriese el mundo, regresasen los humanos y hasta entonces… que sea lo que Dios quiera.

Y Dios quiso que fuese niña, el mundo se abrió y los humanos regresaron. Regresaron formando colas interminables con dos metros de miedo entre ellos. Colas tan amansadas que un año después, un doce de mayo del 2021, con el estado de alarma terminado y playas llenas de gente, continúan esperando bajo la lluvia, en el patio de acceso al ambulatorio de la Condesa, tolerando lo intolerable y aceptando que situaciones justificables en su día, se hayan implantado como costumbre.

Colas ante los bancos cuyos empleados tuvieron que autoconvertirse en prescindibles, remitiéndonos al cajero o la app correspondiente hasta que tanto fue el cántaro al cajero y las apps, que los ‘asistentes virtuales’ les robaron el trabajo, abocándonos a una banca online. Que Dios nos pille confesados a los que apenas conseguimos sacar un ticket de aparcamiento.

Colas ante organismos oficiales que, imitando a los bancos, nos están convirtiendo cualquier gestión en una odisea, navegando de una app a otra, aceptando cookies y hasta tu sentencia de muerte si te la piden, con tal de rematar el asunto, que por supuesto no rematas, acabando en la cola de los mansos, compartiendo cabreo porque algo ya no encaja. Ya agota esta historia de desigualdad de derechos, de héroes y villanos, en la que unos no han faltado a su trabajo ni en pleno confinamiento y otros, un año después, siguen parapetados tras puertas de consultas o vinilos oficiales, llamando protocolo a personal desaparecido que horas más tarde comparte terraza, tertulia o supermercado con los ciudadanos a los que, por seguridad, no atienden en su trabajo. Si acabó el estado de alarma, acabó para todos. Y todos a sus puestos. Salvo que sea lo que parece, la pandemia sea la coartada para demasiadas cosas y estemos asistiendo a un desmantelamiento de lo público, disfrazado de protocolo pandémico. Porque cada puerta virtual que te hacen abrir para autogestionarte un tema, es una puerta física que te están cerrando en alguna parte. La que te separa del profesional al que necesitas, cuya ventanilla está cerrada en el organismo oficial correspondiente. Nos están digitalizando a la fuerza con el mantra de que la tecnología es progreso. Y lo es, cuando sirve para facilitar la vida al ciudadano, no para volcar en él el trabajo para el que pagamos a millones de funcionarios. Sin mencionar la gran brecha digital que hay ni los millones de personas sin medios ni conocimientos para usarla.

Ya no hay marcha atrás. Eres consciente de la deshumanización en la que estamos cuando un apuesto camarero, en vez de preguntar qué quieres, te indica con el dedo el código QR que hay en la mesa y coges aire antes de decirle, conteniendo el cabreo, que ya de estar, si es posible que te ponga el menú del día sin tener que sacar el teléfono del bolso. El pobre te pilló con un ataque de melancolía, leyendo que el 30 de abril fue expedido el último Libro de Familia físico. Ese entrañable libro en el que anidábamos con nuestros padres y hermanos, tan familiar que tenía partes manuscritas. A partir de ahora saltaremos al mundo solos, de forma individual, desarraigados de los nuestros pero unidos a un código (otro) que junto con el DNI, nos identificará a lo largo de la vida.

Ya no estamos lejos de la ficción. Nuestra vida está escrita en hilos invisibles, más accesibles para los que los manejan que para nosotros mismos. Se acabó que sólo el médico confidente sepa lo de tu próstata y el banquero, los ceros de tus ahorros. Pronto tocará tirar de lista de Apps, rellenar formularios y lanzarlos al vacío. Con suerte, un ente desconocido responderá: dobla la dosis de lo tuyo y cuidado, que ya no estás para más gastos. Una idea que, además de provocar frío, me trae a la cabeza ese libro de Julia Navarro titulado ‘Dime quién soy’, en el que un joven investiga la vida de su abuela, que el alzhéimer borró de su cabeza. Y temes que, llegada esa edad en que la memoria se desabroche y tus claves y códigos se desparramen, sin documentos en la mesilla que te den pistas, tocará lanzar un SOS al hacker de guardia: Dime quien soy.

Salvo en caso de ciberataque, que existiremos sin existir.
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