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Dignidad de los parques

18/07/2021
 Actualizado a 18/07/2021
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No sé qué le puede impulsar a un bebé de cinco meses a quedarse mirando embelesado las ramas de los árboles, pero como estábamos a su cargo, decidimos llevar al pequeño Pietro al Parque de Quevedo: allí no le iban a faltar solaz y estímulos. Era una hora temprana, pero encontramos personas celebrando la luz y disfrutando del rumor de las fuentes y la voz de los mirlos. Había gente que conversaba con los pavos reales y otros que leían plácidamente a la sombra; ancianos que acariciaban la superficie nudosa de su bastón y algún crío veloz que, recién estrenadas las vacaciones, corría como si el aire existiese solo para él. Hay fases del año donde este Parque, ya de por sí hermoso, se viste con sus mejores galas y entona un himno verde al júbilo y la belleza: en los días de sol, pero también en vísperas de otoño donde te puede envolver un festín de colores al cruzarlo. Una de sus salidas te lleva precisamente al kiosko de Isidro y allí nos detenemos con el bebé, mientras dobla la esquina Lwam: es una madre joven que huyó de Eritrea con sus tres hijos y a la que acogió generosamente nuestra ciudad. Sonrío al reconocer el azar maravilloso que, a veces, nos depara este tiempo, al permitir que se conozcan Pietro y Lwam, nacidos tan lejos el uno de la otra pero que en este sábado de julio se miran con franca curiosidad. A nuestra espalda, el Parque de Quevedo parece un testigo que aprobase lo que sucede junto a su muro, sin juzgar lo que hacen los hombres. Me da por pensar que los parques son, en su calidad de recintos de paso o de estancia furtiva, los únicos refugios posibles del alma, lugares donde los niños pueden correr sin pausa o quedarse mirando arrobados la celosía de los árboles. Dentro del kiosko de Isidro la prensa habla de un país marrullero y hostil, y pinta un futuro abocado al desastre. Pero deseo creer que el futuro lo representan el coraje de Lwam y la mirada soñadora de Pietro. Así parece entenderlo un anciano que se detiene para mirar al niño y que, sin venir a cuento, nos habla de un hijo que perdió en París, una tragedia que narra con absoluta serenidad. Las doce se nos echan encima, se acerca esa hora mágica del lactante y nos separamos con una sonrisa cortés: un anciano que honró la vida, una mujer valiente que atravesó el mundo, un bebé que persigue con afán la luz que mordisquea las hojas.
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