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Diez de últimas

03/11/2019
 Actualizado a 03/11/2019
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Ninguna otra imagen resume mejor lo que es la despoblación que tres personas buscando un cuarto para jugar una partida de cartas. En los pueblos, en invierno, las posibilidades no son muchas, no hay margen para la sorpresa, de modo que, además de los tantos, llevan de memoria las enfermedades y las citas de cada jugador. Observan por la ventana del bar la calle por la que tiene que aparecer el cuarto, miran el reloj, acarician las cartas con impaciencia, esperando que la llegada de su compañero habitual les permita convertir el tapete en un escenario sobre el que todo es posible, en el que tentar a la suerte repetida. Un retraso inesperado puede hacer que salten todas las alarmas, que vayan a buscarle a casa o que llamen a hacendera para batir el monte, aunque lo cierto es que, si aparece por casualidad una alternativa y pueden empezar a jugar, se olvidan hasta de los parientes. Es la recta final hacia la muerte de un pueblo al que las políticas de la administración llegan únicamente como tratamientos paliativos. El estado anterior, cuando el riesgo de desaparición no es tan severo aunque tengan la misma enfermedad y sepan que ya es irreversible, consiste en que son cinco para la partida y uno se tiene que quedar mirando, lo que provoca que todos ajusten sus horarios para llegar un poco antes. Por lo general no se miran ni se saludan ni parece que se estén esperando ni deseando jugar, pero, de repente, como por generación espontánea, hay uno en cada lado de la mesa y empiezan a repartir cartas. Lo habitual es que las parejas sean siempre las mismas, los rivales sean siempre los mismos, las barajas sean siempre las mismas y hasta los comentarios también sean siempre los mismos. La imagen me dio para escribir una especie de novela titulada ‘Los cuatro palos del tiempo’ y, estos días, me recuerda inevitablemente a la de nuestros candidatos a la presidencia del Gobierno: los cuatro de siempre jugando a lo mismo de siempre en el sitio de siempre tirándose los faroles de siempre y cometiendo los fallos de siempre. Parece que quieren acabar con todas las posibles combinaciones de las cartas y por eso nos piden que repartamos una y otra vez. Saben que, ahora que ha empezado otra vez la campaña electoral (si es que alguna vez terminó), la boca no hace juego, aunque todos ellos resultan tan torpes que, por lo general, les va mejor cuando callan. No tienen precisamente arte sujetando las cartas. Unos amenazan con romper las parejas naturales y a otros puede que no les quede más remedio. Se pasan señas. Creen en gafes: dicen que no se creen las encuestas pero tocan madera cada vez que se publica alguna. Esta vez les ha salido un quinto rival, con pinta de caballo de bastos, que quiere a toda costa sentarse a jugar y cortar aunque no le toque. Da miedo. Es de los que arrastran dando un golpe a la mesa, como si las cartas valieran más por hacer ruido, pero los otros fallan a casi todos los palos. El problema puede ser que a alguno parece que ya no le queda triunfo. Después de cada partida, se quedan analizando durante horas cada baza, detallando los errores de los rivales y los aciertos propios, lo que hubiera pasado si... La culpa nunca es de ellos. Se lanzan estos días a por los tantos gordos, las bazas definitivas. La victoria suele estar en las diez de últimas. Dicen que en todas las partidas hay un primo y que, si no lo identificas pronto, el primo eres tú. Aquí está claro que somos los que votamos. Gane quien gane, pagaremos nosotros. Viéndoles hacerse los interesantes, posando con sus abanicos de naipes, gustándose en sus gestos y en sus comentarios, de lo único que me dan ganas es de seguir haciéndome trampas al solitario.
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