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Diez años más de vida

01/03/2015
 Actualizado a 10/09/2019
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Dicen que cuando se divulga la muerte de alguien que no falleció, al ‘presunto’ se le prorroga la vida diez años más. Sea ello cierto o no (puede incluso que tal prórroga me la acabe de inventar para echar mano de esos diez años que, por pura lógica, me tocan a cuenta de lo que me acaeció), el caso fue que en Badajoz, donde resido, falleció hace un par de años un conocido periodista, Manuel Ángel González, y como quiera que el nombre del finado se adecuaba de alguna manera a la nomenclatura y al oficio eventual del que firma este artículo, no se le ocurrió otra cosa al cuñado de un amigo que relacionarlo definitivamente conmigo y comunicárselo al susodicho pariente, a Chema, un leonés de pro que siembra a diario los correos electrónicos de sus amigos –y de quien haga falta– de artículos e imágenes relacionadas siempre con León y el leonesismo. «Ayer por la tarde falleció de un ataque al corazón Cerebro» (así es como me dicen los amigos), refirió el ‘cuñao’ sin más registro ni pesquisas que los de su intuición. Así que allí habría de estar yo de cuerpo presente, en el tanatorio, aguardando la despedida de familiares y colegas mientras mi amigo Chema se disponía a remitir la noticia a los periódicos leoneses: «Ya sabes, Fulgencio, adereza una columna de las tuyas sobre Cerebro, era un buen tío, un amigo». Acto seguido el distribuidor de la noticia llamó a Julio, nuestro común amigo, para comunicarle la mala nueva. «Es imposible –se asombró el autor de la deliciosa novela ‘Distintas maneras de mirar el agua’– hace unas horas que acabo de hablar con él». «Un ataque al corazón, Julio, me lo acaba de decir mi ‘cuñao’, que es precisamente vecino suyo».

Julio Llamazares, que además de ser uno de los diez escritores nacionales reconocidos por cualquier lector, es un magnífico articulista, decidió buscar el germen de la noticia donde debía estar, en mi casa, en mi teléfono móvil. Y contesté: «Dígame». Al otro lado se prolongó el silencio, y al fin contestó tartamudeando el incrédulo remitente: «Quién eres?». Y entonces, yo: «Hombre, don Julio Llamazares, el hombre que dijo ‘no’a Gracita Morales… –frase pija que utilizo a menudo con los amigos– …quién cojones voy a ser» –respondí vivito y coleando– «Cerebro». «Manolo, tú tenías que estar muerto». «Gracias, hombre, y tú en el puto infierno, no te jode». «No, escucha, que me habían dicho que habías muerto de un ataque al corazón». «Pues aquí sigo, si no te parece mal». Como fondo escuchaba el lamento de Cecilia: «No lo llames, por favor, Julio, no llames, déjalo correr». Por un momento intuí otro tipo de naufragio, en modo alguno relacionado con la muerte que preconizaba Julio, algo, en todo caso, que estaba muy por encima de las tramas novelescas que tanta fama habían proporcionado al escritor. «Que sí, que me llamaron para decirme que habías muerto», insistía mi amigo. Y, de pronto, me dio por palparme el pecho, la cabeza, la entrepierna. Muchas veces había imaginado la llegada de la muerte tal que así, como una evaporación del cuerpo y de la mente, y que allí donde hubiese ido a parar recordaría, como en un sueño, mi paso por la vida, y que me resultaría fácil ponerme en la piel de mis amigos, de los que llorarían mi ausencia y recordarían, sobre todo, mi generosidad, mi condescendencia. Pero, claro estaba, ¿qué importarían ya tales suposiciones si no podía regresar a mi primigenio estado? Por lo demás, yo estaba vivo, no cabía duda, y la muerte de la que hablaba mi amigo no dejaba de ser una simple malevolencia, a saber de quién ni con qué propósito.

Comencé a recibir llamadas, la mayoría relacionadas con mi defunción y, ya digo, al desconocer el origen del asunto, no sabía hasta dónde podía llegar la broma de tan mal gusto porque, si bien al principio las recibía con jolgorio que trasladaba a mi familia, en algún momento me dio por pensar si la premonición tendría algo que ver con mi estado perplejo y –temía lo peor– moribundo, tal era la convicción mortuoria que expresaban los amigos y conocidos, extrañados ellos también de que yo respondiera a sus llamadas. Llegué a pensar si no sería conveniente contactar con la prensa y aclarar yo mismo el malentendido, si bien a aquellas horas, como una bola de nieve rodando e incrementando su volumen, ya había aparecido la noticia en las redes sociales y se había esparcido quién sabe hasta dónde.

Dejé que pasara la tormenta y enseguida volví a la realidad, aunque a raíz del suceso, cada mañana cuando me despierto, no dejo de palparme para cerciorarme de que existo. Y no por ello he dejado de abrir, cada día, los mensajes ‘leoneses’ de mi amigo Chema.
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