Dieciocho años de ausencia y un deseo inefable de paz

Obituario a Manuela López García en el aniversario de su muerte

Mercedes G. Rojo
03/01/2023
 Actualizado a 03/01/2023
Manuela con su hijo mayor (hijo de José) y su madre, Victorina García. | ARCHIVO FAMILIAR
Manuela con su hijo mayor (hijo de José) y su madre, Victorina García. | ARCHIVO FAMILIAR
.. Enciendo mi voz con lunas
y la apagan los silencios.
Desgarro mi corazón
por una paz que no encuentro...
(Manuela López García)

Ya es dos de enero cuando me pongo a escribir estas líneas que darán comienzo a un nuevo año de recorrido por los caminos artísticos que las mujeres de esta tierra llevamos trazando desde hace siglos, aunque solo a las de ahora (y a veces con más dificultad que otra cosa) se nos conceda el privilegio de ser mínimamente conocidas, que no sé si a reconocidas llegamos o llegaremos algún día. Son muchas las que aún quedan de entonces por rescatar, muchas más las que aún van apareciendo como nos lo recuerda la hermosa antología, ‘17 diversas’, que apenas hace unos días presentaba Marciano Sonoro en Astorga, o la cantidad de publicaciones que salen a la luz desde muy diferentes escritoras, o las obras que realizan en los más diversos campos tantas mujeres de muy diferentes disciplinas.

Mientras veo por fin brillar el sol tras la ventana, después de tantos días de lluvias y de nieblas, una alerta me recuerda que exactamente hoy hace dieciocho años que, a las nueve de la mañana, moría en Cacabelos, su localidad natal, Manuela López García, una mujer, una poeta que nos dejó un inmenso legado de amor, de paz, y de hermosos versos de los que aún nos queda mucho por recuperar. Dieciocho años, ya. Trueco mis planes y decido dedicarle, una vez más, como una obsesión, mi primer artículo del año. La ocasión bien lo merece.

Tal vez a esta misma hora, a la orilla de su querido río Cúa, que tantas veces cantó, la niebla extienda su abrazo llorando un año más su ausencia. A nosotros solo nos queda dispersar las brumas de su olvido, manteniéndola en nuestros corazones y evocando una y mil veces sus versos. Como los que nos evocan la situación que –también en días tan señalados– están viviendo tanto en tierras de Ucrania como en muchos otros lugares de los que apenas nos llegan ecos a través del ruido de las noticias: esa situación inacabable de la guerra, los permanentes ataques a la población civil en los que los más damnificados siguen siendo –como siempre– los más débiles, especialmente mujeres y niños/as; la amenaza palpable de un futuro incierto para ellos. Manuela López, a pesar de todo lo vivido y lo sufrido, era una mujer de paz, y no puedo por menos, sumergida aún en estas fechas, que rescatar como ejemplo para ustedes parte de los versos de su ‘Sueño de Navidad’:

Sueño con la Navidad
..................................
Navidad para el soldado
que combate en los ejércitos,
¡qué arroje a la mar sus armas,
qué rompa el sombrío cerco
del odio y la crueldad
y haga de la paz senderos!
.....................................
Quiero Navidad de pan
..................................
¡Qué no haya hambre en el mundo!,
¡solo hartura de pan y besos!
Quiero Navidad de estrellas
para tantos seres huérfanos
de amistad y de cariño,
de ternura, de consuelo.
....................................
¡Dejadme soñar, soñar
en mi viaje a los sueños,...


Y en ese recuerdo me viene a la mente la «leva» que hace apenas unos meses Putin quiso y vino a imponer sobre los jóvenes rusos que, no creyendo en la guerra, no podían sospechar que una situación así viniera en pleno siglo XXI a truncarles su futuro; una situación que sí viven habitualmente los jóvenes, y aún niños, protagonistas de otros conflictos en lugares más desafortunados del mundo. Como la que ella denunció hace ya muchos años en torno a la guerra de Vietnam, quizá la primera vez que se hizo visible, para la opinión pública, una realidad que lleva ahí desde los siglos, y de uno de cuyos poemas-denuncia extraigo estos versos:

Me dijeron que eran niños
y no podía creérmelo,
que tenían mirada temprana
y su estatura vuelta al suelo.
Sus manecitas eran de hierro caliente
de metralleta;
sus ojos, sueño infecundo
tejido con bayoneta calada.
Les vi disparar a hombres
como en un juego de muerte...
¡Me dijeron que eran niños!...


Como una obsesión, mi deseo de conocer más y mejor a esta excepcional mujer va creciendo a medida que me sumerjo más en ella, en cada uno de los poemarios que dejó publicados, pero más aún en todo el material inédito que guardó para sí sin oportunidad de que, entonces, viera la luz: poemas, cartas, algún que otro documento de audio, material de trabajo para esa escuela pública que tanto amó y que tanto deseó y que le hizo recorrer lugares tan remotos, pero siempre con la posibilidad de hacer llegar a su alumnado el conocimiento y la poesía, daba igual lo recóndita que fuera la escuela. Y me alegra, a estas alturas, que esa obsesión comience a ser compartida y que su presencia asome por doquier para un mejor conocimiento suyo y de su obra. Dos años ya tras sus huellas y ¡aún me queda tanto por descubrir!

Mientras tanto, y mientras llega el momento de compartir con ustedes esos nuevos descubrimientos, permítanme que termine estas notas de hoy, que bien pueden servir a modo de obituario tardío de una mujer en la que nunca se enfrío el inefable deseo de que reinara para siempre la paz en el mundo, una paz cuya ausencia sintió en carne propia arrebatándole lo más preciado de su vida, el epitafio que ella misma dejó escrito para cuando llegara el momento de su muerte.

Nació para el amor.
Vivió sembrando amor
y perdió las cosechas.
Encendió hogueras de amor
y se murió en el frío...
Era mujer.
Descanse en paz.

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