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Días de oro para Groucho

11/05/2020
 Actualizado a 11/05/2020
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La pandemia se ha estirado tanto (y ahí sigue, no lo olvidemos) que ya ha dado tiempo a crear el lenguaje de la crisis, lo que habitualmente estudian los especialistas en análisis del discurso. No me refiero a las nuevas palabras: coronavirus, covid, y, sobre todo, desescalada, ese calco verbal del inglés que agita las ruedas de prensa. Esas palabras, y algunas otras, pasarán al diccionario de la Real Academia, no tengo dudas, aunque sólo sea como testimonio de un tiempo cruel, como huella léxica de un dolor colectivo. Las palabras tienen memoria y están construidas por un ADN cognitivo que nos informa de por qué un día fueron preferidas y se instalaron en el discurso, y nos contagiaron a través de una verborrea mediática ciertamente imparable.

Porque esa es otra. Una cosa son las palabras del momento y otra ese ruido de fondo de la pandemia, que se cuela por todos los salones de la casa. Es tan denso, que uno tiene que ir apartando los sintagmas a manotazos. Por supuesto, el horror al vacío se ha puesto de manifiesto en estos días atroces. Aunque algunos han preferido el silencio, o los Nocturnos de Chopin, otros se han dejado acunar por esa verborrea líquida que se transmite y se recicla una y otra vez a través de los omnipresentes circuitos mediáticos. Son siempre las mismas frases, o casi, las mismas ideas, mil veces repetidas, que pasan ante nosotros como una letanía, como el susurro de un rezo coronavírico que finalmente nos calma y nos adormece, como un bucle interminable en el que sin duda estamos atrapados, pero que llena el vacío inmenso de los días. La sobredosis de realidad ha sido, tal vez, una forma de sobrevivir.

No sólo hemos tenido que desayunarnos con cantidades ingentes de cifras y estadísticas, prolongadas hasta el infinito por el eco. Un par de meses después, ahogados por los números, ahítos de tanta cifra y tantos porcentajes, nos encontramos con el progresivo final del confinamiento, pero entonces un lenguaje que a ratos recuerda a Groucho se ha apoderado de nosotros. Como decía alguien estos días, cada vez se lee menos y se habla más. Tal vez ese sea uno de los problemas. Vaya por delante que yo soy un Groucho convencido, amo su santa cofradía, no la del santo reproche (que también está muy de moda estos días), sino la de las palabras y las frases imposibles e ingeniosas. De alguna manera, la palabrería irrefrenable que nos acompaña, y que crece cada día en intensidad, se ha tornado ahora grouchiana, o quizás cantinflesca, aunque me temo que con menos gracia y mucho menos ingenio. Miro a las pantallas y tengo la sensación de que escucho: «La fase del desfase de la primera fase…». Eso es lo que de verdad suena en mis oídos.

Al multiplicarse las normativas y los reglamentos, troceados en otros sub-reglamentos, que a su vez se trocean en otros minutísimos, hasta alcanzar los casos particulares más surrealistas, los medios se pueblan de la Gran Letanía de la Desescalada, que me temo que puede ser mucho peor que la de la escalada. Comprendo que todos tenemos un supuesto, una hipótesis que formular, pero este es el problema del exceso de normas, aunque, en fin, todo sea por salir del embrollo. ¡Ah, qué hermoso el tiempo en el que las normas y las reglas no hacían que la realidad fuera una retícula, un tablero de ajedrez! ¡Cómo echamos de menos no tener que atender a tanto mensaje de la autoridad competente! Escucho las ruedas de prensa, los debates, las videoconferencias, y comprendo que casi necesito tomar apuntes.

Aunque el lenguaje induzca a equívocos y a requiebros grouchianos o cantinflescos, lo peor del asunto reside no en lo que se ve, sino en lo que se atisba. El proceso vírico-mediático nos ha descubierto asuntos de la mayor importancia. No sólo que el reglamentismo puede ahogarnos en el futuro, con un mundo normativizado y cuadriculado hasta el extremo, sino que podemos vernos atrapados por esa especie de síndrome de la vigilancia total o vecinal, que tanto nos ha acompañado en estos días.

El mundo reticular tiene que ver con el Gran Hermano de Orwell, y esta pandemia podría cambiarnos, sí, pero para mal. Síntomas hay, desde luego. No hay nada más peligroso que la fragilidad, porque dentro de ella se puede torcer la voluntad y el ánimo. El miedo, que tradicionalmente viene domando sociedades, y modulando nuestras vidas, operando globalmente a través de potentes ingenierías mediáticas y de liderazgos políticos discutibles, ejercería ahora el papel de estocada definitiva para la libertad. En nombre del miedo se han cortado demasiadas alas. Es un ama poderosa de sigilosa dominación. Si algo podemos llevarnos de estos días duros, escucho y leo, es un aumento progresivo del control social, la retícula que permita, a través de la tecnología a la que ya se nos invita como solución de todo, la construcción de un sistema global de localización y conocimiento. Los beneficios de lo que se conoce como ‘big data’ tendrán, ya están teniendo, peligrosas contrapartidas. Y será misión de las sociedades avanzadas buscar el equilibrio adecuado entre tecnología y libertad, seguramente una de las dicotomías más complejas que se nos presentan de cara al futuro inmediato.

Esta va a ser una de las enseñanzas de este tiempo: la cuestión es si habrá una respuesta adecuada de la ciudadanía. La otra, quizás, resida en la percepción de la progresiva obsolescencia de los modelos políticos contemporáneos. La pandemia ha revelado cómo el lenguaje partidista, o lo que Daniel Innerarity llama, el exceso de la teatralización del antagonismo, se han elevado en muchos casos por encima de la cruda realidad que soportamos. Los liderazgos políticos, o al menos algunos de ellos, no terminan de comprender que la acción política no puede vivir a expensas de los creadores de narrativas simplificadoras, ni mucho menos inmersa en una extensión eterna de las tensiones propias de una campaña electoral infinita.

El lenguaje, aquí, también está resultando revelador, porque el lenguaje es un gran termómetro social. La política debería salir renovada de este terrible terremoto humano y económico, porque, volviendo a Innerarity, el mensaje ha optado en los últimos años por la simpleza, considerando, muy equivocadamente, que eso es lo que prefieren los ciudadanos: la ausencia de matices y el pragmatismo de lo inmediato, sin reflexión. Se pretende la aceptación de ideas globalizadoras simples que no puedan ser discutidas, que forman parte de una especie de ideario global que abomina de los intelectuales. Esta es otra gran batalla que se adivina, también al nivel de las palabras.
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