01/04/2018
 Actualizado a 07/09/2019
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Al cabo, entre borrascas y torrijas, ido marzo, el mes acabó siendo un mar de devociones derramadas. No nos referimos tan sólo al hecho circunstancial de que en dicho mes se haya acomodado en este año la semana de los fervores religiosos, aunque haya sido ése a la postre el colofón más adecuado para tanta veneración. No, todo o casi todo en el tiempo ventoso se ha teñido con los tintes del culto en sus más diversas expresiones y sólo quedó el consuelo de que el clima enloquecido no nos mayeara a destiempo.

He ahí lo catalán, o lo español, que escapan ya a cualquier formato coherente para convertir la reivindicación y los argumentos razonados en pura fe inflexible, así para los pros como para los contras. Pero también, en otro orden de cosas, un aire devocional envolvió las marchas de mujeres y de pensionistas, las hordas de hinchas y las romerías de turistas, las concentraciones contra las armas y los lutos por el niño muerto. Es lo que ocurre en unos tiempos en que, cuentan, se derriten las ideologías e incluso crecen en las encuestas aquellos que presumen de no tenerlas. De modo que a falta de pan buenas son tortas: todos necesitamos asideros, por líquidos que puedan ser, y, si las ideas caducan, habrá que abonarse a las devociones como a clavos ardientes. A pesar de que en muchos casos sean simples inclinaciones sin mayor consistencia.

Todos tenemos nuestros devocionarios personales, que no son precisamente libros de oraciones. O tal vez sí, porque lo evidente es que vivimos nuestras pasiones con un acento de religiosidad excesivo e incluso inquietante. De ahí que lo religioso, al menos en este país descreído de todo, gane posiciones en numerosos ámbitos sin graves estridencias ni demasiada contestación, de lo legal a lo cuartelero y de lo doméstico a lo institucional. Y bien está si no fuera porque lo sentido apenas tiene contrapeso en lo pensado, que es lo que al final garantiza ciertamente el progreso y los derechos, en lugar de las bendiciones y la ilusión.
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