01/03/2020
 Actualizado a 01/03/2020
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Existen dos maneras de acabar con la autenticidad de una costumbre ancestral, de un monumento en el sentido amplio de esa palabra –ellugar concreto donde anida un hecho cultural–: su banalización y un exceso de celo en su conservación que provoque su fosilización. A menudo van de la mano y la notoriedad acaba por deteriorar sus valores originales y llamar la atención de quienes se sienten convocados a preservarlos, aunque en ocasiones se confunda la materialidad de la cosa con el sentido que le dio lugar. Ese tipo de monumento es tan frágil como resistente; sobrevive, pero corre el riesgo de convertirse en su propia caricatura.

Hace años, unos vándalos tiraron abajo el astil que se yergue sobre el majano que abre el Monte Irago, camino de Santiago pasado Foncebadón: la llamada ‘Cruz de ferro’. Hubo quien lamentó entonces la destrucción de uno de los monumentos más afamados de la ruta francígena, pero no. Su rehabilitación consistía tan solo en alzar un nuevo madero y dejarlo funcionar como lo que siempre fue, la señal que acopia los recuerdos arrojados por los peregrinos a su paso. Lo mismo que desde el siglo VI al menos, cuando san Martín de Dumio clamaba contra esa costumbre pagana en un libro de título condescendiente y amenazador: De correctione rusticorum.

Poco importa si ese hito colectivo se remonta a los mons mercurii latinos, de ascendencia prerromana a su vez, o si solo se trata de un jalón portuario para días de niebla y nieve; poco si los peregrinos traen de sus tierras una reliquia o la toman allí mismo. Lo trascendente es que la vieja costumbre de ofrecer una dádiva personal en una de las cumbres más esforzadas del Camino se mantiene y vivifica con cada prenda que los caminantes de otro rincón del mundo dejan a los pies de esta enseña apenas cristianizada.

Según parece, aquella ralea de vándalos se empeña ahora en remontar el montículo con motos y quads hasta dejarlo hecho unos zorros. Por esa causa, y seguro que con buena intención, el Ayuntamiento de Santa Colomba de Somoza ha ofrecido como solución la urbanización de la Cruz. En uno de los entornos más agrestes y genuinos de la ruta, propone muretes, barandillas, pasarela y hasta «lámina de agua y masa vegetal»... Para crear un espacio de espiritualidad universal, dicen. Algo que ya es.

No tengo a la Comisión de patrimonio cultural de León por organismo ejemplar en la protección que tiene encomendada. Su composición y reglamento lo impiden. Sin embargo, coincido con sus prevenciones para proteger el monumento más notable del Camino en tierras leonesas, por mucho que parezca cortar las alas de una inversión sustanciosa (y, al parecer, patrocinada) en un paraje amenazado. En muchas ocasiones lo mejor que puede hacerse es muy poco. Hablamos de un alto entre montañas señalado con un palo hincado en un montón de piedras. No necesita más porque no es menos. Hablamos de un lugar que encumbra el despojamiento.
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