14/11/2021
 Actualizado a 14/11/2021
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Hay temas tan delicados de tocar que te obligan a rebuscar las palabras, coserlas con hilos de seda y precisión de cirujano, repasarlas y asegurarse de dejar las puntadas bien flojas para que no aprieten ni molesten. Y aun escribiendo desde el máximo respeto, uno se disculpa de antemano por si hiriesen a alguien, pero no me resisto a ejercer el derecho a hablar de ellos. Porque hoy, de derechos va la cosa.

Es tres de noviembre. Javier espera, con una cámara enfrente, a la cita más importante de su vida, aunque sea con dos meses de retraso. Dice que pasó la noche hablando con su hijo y la mañana con quince personas allegadas celebrando su despedida que, aunque parezcan palabras incompatibles, en este caso se complementan. «Es el momento de celebrar que voy a ponerle fin a tanto sufrimiento…». Está sereno, seguro de sí mismo y sólo se le rompe la voz al mencionar a esos nietos que no quiere que le olviden. Los periodistas le desean buen viaje, acaba la entrevista y suena el timbre. Es el equipo humano que le ayudará a soltar nudos y emprender un viaje sin retorno. Sus últimas palabras «voy a descansar, por fin», serán eco entre las notas musicales de Depeche Mode, que Javier eligió como banda sonora de su despedida. A esto se le llama eutanasia.

Setenta y dos horas después, Emilia cogió sus 83 años y el terrible dolor con el que vivía y los lanzó al vacío, al no tener respuesta a sus varias solicitudes de eutanasia. Un suicidio posiblemente silenciado si la asociación DMD (Derecho a Morir Dignamente) no hubiese hecho público el boicot que sufrió Emilia en un centro aragonés, por quienes debieron cursar su solicitud, que no llegó ni a ser registrada. Un caso que se suma al de otra mujer madrileña, incapaz de continuar su lucha contra una enfermedad incurable y cruel a la que se añadió un cáncer. «No quiero suicidarme. Solo quiero que me ayuden a dejar de sufrir…» Palabras desesperadas acompañando a una solicitud perdida en el vacío burocrático durante meses, hasta ser desestimado su caso, que en realidad no había sido gestionado siguiendo el protocolo legal.

Viendo la diferencia del sereno adiós de Javier, en su cama y acompañado por los suyos, y estos dos casos en los que la única vía de escape al sufrimiento fue el suicidio, se entiende para qué sirve el derecho a la muerte digna. Lo grave de estos casos es que han ocurrido con la eutanasia aprobada y en vigor desde hace meses. A esto se le llama incumplir la ley por parte de profesionales e instituciones, olvidando que tienen el ‘derecho’ de acogerse a la objeción de conciencia, pero sea cual sea su ideología, también tienen el ‘deber’ de pasar el tema a otro profesional que garantice el derecho a la eutanasia. Mal empezamos. Esperemos que dos casos (en dos meses) hayan servido para que se vigilen estas irregularidades y se impongan sanciones.

Inevitable mencionar a Ramón Sampedro, aquel marinero embarrancado en una cama durante casi tres décadas con una mente lúcida anudada a un cuerpo muerto, deseando vivir sin poder hacerlo y deseando morir sin poder hacerlo porque su tetraplejia le impedía ambas cosas. Once personas le ayudaron a levar anclas, en una trama tan bien urdida que la colaboración de cada uno de ellos, como acto individual no constituyese delito. Esto dejó dicho en su vídeo póstumo:«Cansado de la desidia institucional, me veo obligado a morir a escondidas, como un criminal». Puede entenderse su caso, siendo el primer español en reclamar el derecho a una muerte digna. Lo intolerable es que dos mujeres, con ese derecho ya conquistado y la legislación de su parte, hayan acabado hace días de la misma forma y con el mismo ruego, por el hecho de vivir en comunidades autónomas que han puesto palos en las ruedas de sus procesos.

No es asunto para politiqueos ni para la hipocresía y el falso buenismo de los que se creen tutores de vidas ajenas. Los que fingen defender nuestra vida de nosotros mismos, considerando vida al simple hecho de respirar y el que sufre es el otro. No hay tragaderas suficientes para aceptar la cruel comparación de actos de Hitler con procesos seguidos por equipos médicos y juristas desde su solicitud hasta su aprobación. Insultan los argumentos de los que prometen derogar esta ley si un día gobiernan, por temor a que personas con enfermedades terminales, irreversibles y dolores inhumanos ‘frivolicen con la muerte’ Les invitaría a que antes de enjuiciar a estas personas, se pongan sus zapatos, aprovechando que muchos llevan años sin usarlos, encadenados a una cama o a un tubo de oxígeno, sin pisar tierra, respirar aire libre o dar un paseo y sin más ‘vida’ a la vista que cuatro paredes y el dolor continuo.

Un respeto a esos condenados a vivir que reclaman su derecho a soltar el nudo que une el dolor con el descanso, que el sufrimiento inútil no hace mejor a nadie ni garantiza cielos. No es época de mártires, y si lo fuera, que cada uno decida si quiere serlo, pero con su propio cuerpo. Morir para vivir, lo llamó Ramón Sampedro.
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