18/09/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Mi propensión se remonta a aquellos años jóvenes en los que uno disponía de la fortaleza que le otorgaba su instinto (y sobre todo su edad) para mostrar el cuerpo desnudo sin rubor alguno. Pueden dar fe de ello las playas de Menorca, de Ibiza, de Fuerteventura o alguna de las vecinas norteñas, o los recovecos de los ríos leoneses donde siempre fue aconsejable disfrutar de ese gozoso aislamiento al que se apuntan muchas más personas de las que uno pueda imaginar: al fin y al cabo, así llegamos a este mundo, y así convendría que nos fuéramos al otro.

Sé que para muchos puede resultar indecoroso tratar con ligereza semejante asunto. Pero no me dirán ustedes que alguna vez, aunque haya sido solamente una vez, no disfrutaron del placer de un desnudo solitario en una playa limpia, y cómo en ese lugar caminaron tal vez (o lo soñaron) hacia dentro del mar y sintieron con placer el frescor del agua en su cuerpo desnudo. Sucede que somos esclavos de las costumbres, y la referida intención playera que a muy pocos asusta hoy, resulta imposible de llevar a cabo en el ámbito familiar, hasta el puntode que no solo los hijos, sino sus padres, serían incapaces de concebir situación tan embarazosa como la que supone encontrarse de pronto ante la desnudez de cualquier componente familiar en el pasillo o preparando un zumo de naranja por la mañana, o cruzados de piernas frente al televisor.

De manera que, en soledad como me encuentro en casa estos días, aprovecho para pasearme por ella tal cual, sin otra intención exhibicionista que la que alguien pueda interpretar en estas líneas que no pasan de ser flor de un día y que, por ello, no habrán de levantar recelos entre quienes lleguen a leerlas, pues noseré yo el único que se aventura en la referida situación: uno en su casa se comporta como le viene en gana, y si además el calor obsesivo de este verano incita a despojarse de la vestimenta, nadie habrá de echarme en cara que, en soledad, me muestre de tal guisa mientras escribo, escucho música, leo o veo una película y, por supuesto, duerma a pierna y brazos y etcétera sueltos.

Cada cual explica a su manera su afán por el encubrimiento, por tapar las vergüenzas, que se dice. Los que se aferran al argumento bíblico señalan cómo Adán y Eva, tras comer el fruto prohibido, se avergonzaron de ello y corrieron, prestos, a esconder su desnudez. Algunos nos aferramos a ideas menos fantasiosas, y sin embargo científicas, que no son sino la reflexión de cómo la evolución de los seres humanos llegó a un punto en que se fue agrandando su cerebro y, sobre todo, nació dentro de él la imaginación, lo que nos separó para siempre de las demás especies animales.

Eso dicen los científicos (si me hubiese llegado a escuchar don Valentín, me habría matado). Y uno se pregunta por qué los propios científicos no salen desnudos a la calle para convencer a los demás de que nada sucede por hacerlo. Y es entonces cuando esgrimen y padecen, también ellos, la sensación de vergüenza, inherente a ese punto imaginativo del que hablaba. En fin, una historia que el hombre ha hecho suya con el paso de miles de años, y que a estas alturas, en mi casa, suena a irrelevante mientras gozo desnudo de este verano que se apaga, y me balanceo al ritmo de la música de Astor Piazzolla, un acordeón que me envuelve y me despista cuando acudo a abrir la puerta porque alguien acaba de llamar: la arpía amiga de mi mujer se cruza de brazos sin importarle hacia dónde dirige su mirada mientras susurra: ya decía yo.
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