08/12/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Hoy no sé sobre qué escribir. Tan sólo sé decir, por más que lo necesite, que un dolor soterrado provocado por un manojo espeso de celindas se ha clavado en mi cuerpo sin permiso alguno.

Eso y que las temperaturas anormales a veces de este diciembre me invitan a repartirme en lo ajeno. O lo que es igual, a estar atenta o próxima a los desheredados que piden a las puertas poco concurridas de las iglesias en España a las horas de la misa, sobre todo por los jóvenes, que no así en América latina, tan integrados en el ceremonial religioso; los desheredados que arrodillados extienden sus manos ante las transitadas puertas acristaladas y correderas de Mercadona, Leclerc, Carrefour o El Corte Inglés con su caprichoso Papá Noel en un trineo luminoso arrastrado por renos allende la península o con un pino o abeto, tanto da, con luces y más luces; los desheredados que con mucha suerte mal duermen en los cajeros de los bancos avanzada la cruda noche hasta el temprano toque de la madrugada o asimismo bajo los puentes desconocedores del agua; los desheredados que acuden con relampagueante prontitud a los bancos de alimentos para no seguir avanzando en las restricciones o aquellos otros, a veces estos mismos, vestidos por el usado ropero de Cáritas y otras oneges difícilmente armados de esperanza; los desheredados fugitivos bélicos en los campamentos de refugiados acosados a veces tantas por la imperiosa necesidad de dejar de existir ante la ferocidad reinante; los desheredados que ocupan improvisados cementerios y cunetas por la perversión de los sembradores de exterminio; los desheredados payasos hambrientos de ternura que actúan en la calle a pie firme pase lo que pase; los desheredados cuya emoción se desvanece ante la víbora crueldad de los tiranos; los desheredados que no se sostienen firmes en la fe por su extrema pobreza y jamás llegarán lejos en su caminar; los desheredados que entran para siempre en el dolor.

He aquí mi amistad deudora con los desheredados. Nunca podré acostumbrarme a tanta desheredad. Nunca. La obscuridad permea su existencia en este instante con la cercana espada del invierno encima y el reprobable, ominoso proceder de los perversos. Ojalá entendamos que el mundo pertenece a todos. A todos. Sea.

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