02/09/2021
 Actualizado a 02/09/2021
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Ahora que nuestros pueblos vuelven a su cotidiano y tormentoso silencio tras el espejismo que supone el mes de agosto con el desembarco de los veraneantes, se esfuman también algunos de los problemas que reflejábamos hace dos semanas en estas líneas, como la escasez de agua por el pico de la curva del riego de jardines o el exceso de aforo en el bar a la hora del vino o la partida.

Pero otros muchos permanecen todo el año y por eso he tenido que subir de nuevo a lo alto de un cerro para enviar mis devaneos opinativos a la redacción de este su periódico por la complicada conexión a internet. Desde allí se divisa la carretera de acceso al paraíso redipollejo, en la que el brillo de la nueva cartelería es directamente proporcional a la profundidad de los baches.

Por ella hay que circular a diario para ir al supermercado o al cajero, servicios básicos de los que carecen muchos pueblos del terruño leonés y por los que nos tenemos que sentir en cierta medida unos privilegiados. Confiar en una gente que ata el bolígrafo con una cadena en sus oficinas es jodido y por eso el cierre de muchas de ellas era cinca desde la mano y que las zonas rurales más despobladas iban a ser las primeras perjudicadas era aún más previsible, pero nadie ha buscado soluciones hasta que la exclusión financiera ha habitado entre nosotros.

También se cerraron las minas sin alternativas ni para las cuencas, que pasaron de mineras a desérticas, ni para el sistema energético, que nos deja escandalosas subidas en el recibo de la luz por los vaivenes del mercado y los peajes estatales, es decir, por los pufos de los sucesivos gestores de la cosa pública en su carrera por ser los más verdes sin barruntar las consecuencias que ello tendría para nuestros bolsillos.

Son de la misma especie que quienes convierten muchos consultorios médicos en trasteros o auspician que en los montes haya cada vez menos ganado y más maleza e incendios, pero tienen los bemoles de llenarse la bocona con recetas sobre el futuro de unos pueblos en los que, como ocurre en el paraíso redipollejo, la parroquia ya solo se abre el día de la fiesta y cuando no queda más remedio que tocar a muerto.
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