18/03/2020
 Actualizado a 18/03/2020
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Cartas desde mi celda, de Gustavo Adolfo Bécquer, poeta romántico que, como tal murió joven, de tuberculosis. No como Larra que, a falta de enfermedad que lo sacara de este mundo, se descerrajó un tiro de pistola.

Son opciones de vida o de muerte, porque no se conciben la una sin la otra; porque, por la complejidad del modus vivendi actual, hay muchas otras. Tantas como seres humanos, aunque ahora no se nos autoricen, porque nuestra vida está en juego y no nos pertenece.

Sin embargo hay seres que han renunciado a ella por una vida postrera. Nada se ha dicho de ellos, o yo no me he enterado. Se recluyen en conventos, monasterios o abadías y pasan la vida en una sobria y reducida celda. Ignoro si los virus habrán logrado traspasar los pétreos muros, que se han mantenido por siglos. A su favor, tienen el privilegio de vivir en paz y sosiego en pequeñas comunidades. Muchos aún conservan el ‘torno’ que era como u scanner por donde los productos ingresaban al convento o salían de él, sin contacto alguno, ni táctil, ni visual.

La vida contemplativa, en el marco de un cenobio dejaba tiempo para rezar, pensar y meditar. Una de las preocupaciones omnipresentes es la muerte, que llega en el anonimato y la quietud de una celda, un claustro o una capilla. En la despedida, un funeral donde el ronco sonido del ‘armónium’ entona el ‘gori-gori’ y otros cantos fúnebres. Luego, silencio y olvido. Los más rigurosos: trapenses, camandulenses, cartujos y cistercienses. De estos últimos recuerdo la gran abadía de Cóbreces, en Cantabria.

Esta opción de vida no es casual, sino fruto de una larga tradición, nacida en los albores del cristianismo. Fueron los eremitas, que se apartaron al desierto en la más absoluta soledad y precariedad, para rezar y elaborar textos litúrgicos. San Jerónimo, San Antonio Abad, que contaba con la compañía exclusiva de un león. En cuanto a la mujer, Santa María Egipcíaca o la monja berciana, Egeria, que salió de viaje a Tierra Santa y escribió la primera guía de viajes nutrida con sus experiencias. También en León, San Froilán, que contaba con la compañía de un lobo que le transportaba los libros, y al que sus devotos se empeñan en dejarle chato. También es importante San Genadio. Ambos tienen cueva en propiedad en dos de los parajes más hermosos de nuestra Tierra de León.

En fin. Se puede creer o no creer pero, en cualquier caso, es una historia bonita.
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