Desde Alepo derruido

Bruno Marcos comenta el trabajo del fotógrafo leonés J.M. López en zonas de guerra

Bruno Marcos
10/05/2016
 Actualizado a 08/09/2019
El espacio interior de un hogar se muestra súbitamente infernado. | J.M. LÓPEZ
El espacio interior de un hogar se muestra súbitamente infernado. | J.M. LÓPEZ
La misma semana en la que ha aparecido en los medios de comunicación la desoladora noticia de la muerte del último médico pediatra de la ciudad de Alepo, Mohammed Wasim Moaz, recibimos la magnífica de la liberación de los periodistas españoles José Manuel López, Ángel Sastre y Antonio Pampliega. Con todo lo que hemos oído durante estos diez meses de su cautiverio sobre la destrucción de Siria y su éxodo, los más de cuatro millones de huidos del horror a la intemperie, esta buena noticia es poco menos que un milagro.

Ya llevaba el leonés José Manuel López dando vueltas por el mundo hacía años como ‘freelance’, cada vez más cerca de donde no quería ir nadie. Ha estado en más de sesenta países, lugares como Afganistán, Irak, Palestina, Irán, Kosovo, Haití, Guatemala o Venezuela entre otros. Siempre retratando conflictos sociales e injusticias y pensando que su trabajo puede ayudar a mejorar la vida de las personas.

Enseguida se vio que las fotografías de López eran algo más que fotoperiodismo. La composición, el encuadre, el motivo, el tema y esa luz oscura, constituyen en él una mirada especial que se desplaza por la realidad sin efectismo, renunciando a la excesiva nitidez, con una mezcla de piedad, aceptación y rebelión triste, produciendo una alianza humana a través de la imagen.

Uno se pregunta, por ejemplo, qué extraña urgencia informativa le llevó a adentrarse en aquel manicomio abandonado en el casco antiguo de Alepo, en tierra de nadie, entre los dos frentes, con los pacientes viviendo dentro sin cuidados de nadie, si no fue una urgencia del alma. Allí retrató algo que se parece a las pinturas negras de Goya pero que está extraído de la realidad y no de la imaginación, con sencillez y humildad.

Sus fotografías tienen un gran silencio, esa elocuencia muda que deja un poso de poesía en la tragedia. Hay varias en las que recoge un agujero hecho en la pared de un hogar cualquiera por el cual un francotirador mete el cañón del fusil. De pronto el espectador ve, resumido en una sola imagen, lo que supone el inicio de una guerra, el paso de la paz cotidiana a la violencia. En esas fotografías el espacio interior de un hogar se muestra súbitamente infernado, convertido en algo que nunca habrían sospechado sus moradores, el nido de un francotirador, uno de los asesinos más cobardes de la guerras. El salón, en una de ellas, aún mantiene el delicado papel pintado e incluso un cuadro, que representa un tranquilo paisaje fluvial, permanece colgado en su sitio mientras, al otro lado, el boquete muestra el golpe de luz por donde saldrán las balas. En un momento dado el fotógrafo le pide al francotirador de esta imagen que le deje sacar una foto por la mirilla y ahí está, al otro lado una callejuela de escombros en cuyo final una figurilla humana recoge lo que parece una cuerda o un cable del tendido eléctrico caído. La figura está cerca de la cruz que señala el blanco del tiro.

Seguro que a López, además de padecer la natural angustia de su secuestro, no le ha gustado nada convertirse en noticia, siendo un hombre que ha visto ya tanta destrucción y tanta muerte. "Al sacar fotografías de personas –dijo poco después de retratar los 80 cadáveres encontrados muertos y maniatados a la orilla del río Queiq–, ya sean civiles, rebeldes o soldados del régimen, se siente el drama de la guerra porque ninguno de ellos debería estar muerto".
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