13/12/2019
 Actualizado a 13/12/2019
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Leo en ‘Apegos feroces’, la autobiografía de Vivian Gornick, «descubrí que me horrorizaba cocinar: no podía asimilar su valor social, le daba vueltas sin cesar a por qué me tocaba a mí proporcionar aquel servicio que ambos requeríamos por igual». La escritora neoyorquina, judía y feminista, no podía asimilar el valor social de cocinar para su pareja. Es una buena frase: el valor social.

Veo que para muchas escritoras cocinar es un problema, sobre todo, cocinar para otro. Veo en ellas un modelo que se repite: suelen casarse muy jóvenes e intentan amoldarse al papel de ama de casa y se desesperan porque no encajan en los moldes, su esencia rebosa y lo mancha todo, y nunca consiguen convertirse en buenas amas de casa –signifique lo que signifique esa horrible expresión– y, por supuesto, nunca aprenden a cocinar. Aborrecen la cocina. Y se sienten culpables por ello. Lo leo en ‘La mujer helada’ de la despiadada Anni Ernoux, la escritora francesa que ha transformado su vida, o contar su vida, en su gran obra. Lo leo en la salvaje Mary Karr en ‘El Club de los mentirosos’.

Escribir y cocinar es incompatible para cierto tipo de escritoras.

Para escritoras que sienten que están perdiendo el tiempo: el tiempo que emplean en cocinar, podrían emplearlo en sacar adelante su gran texto, ese texto que se les resiste porque aún está por nacer. A veces, cuando me pongo a cocinar siento un conato de esa rebelión. Pero es muy pasajero. Disfruto cocinando para otros. Porque no lo hago a diario. Porque nadie espera que le prepare un buen plato todos los días. Ni siquiera que le prepara un plato, ni bueno ni malo. Porque aprendí a cocinar con trece años, cuando mi madre murió, y porque aprendí con mi padre. Los dos aprendimos a la vez. Cuando en la adolescencia se escuchaba alguna frase en casa, que era muy rara vez, del tipo, «así me gusta, como una ama de casa», yo solo tenía que mirar a mi padre, su ceño fruncido, para quedarme tranquila: ser buen ama de casa no era ninguna virtud que él quisiese o esperase de mí. Así que me puedo permitir el lujo de cocinar y no sentirme culpable. Y a la vez, de identificarme con esas escritoras que se preguntan, y por qué tengo que dedicarme a esto si no me interesa. Porque hay días que se abre una ventana dentro de mí, como tan bien describe Gornick, y solo puedo hacer una cosa: escribir. Y la casa por barrer, y las camas por hacer, y las ollas y cazuelas, bien guardadas al fondo del armario.
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