03/12/2020
 Actualizado a 03/12/2020
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Si el día en el que los revolucionarios franceses y los norteamericanos publicaron su ‘Declaración de los Derechos del Hombre ydel Ciudadano’, en la que se afirma que «todos los hombres son iguales», les hubiera dado un cólico, la humanidad le estaría, al cólico, eternamente agradecida. Porque afirmar que todos somos «iguales» es una estupidez como una catedral de grande. Nada más incierto. En todas la sociedades, en todos los países, desde entonces, han existido las castas que diferencian perfectamente a las personas. En la Inglaterra del siglo XIX (no hay más que leer a Dickens) coexistían los burgueses que enviaban a estudiar a sus vástagos a los colegios privados, Eton, Saint Paul’s School, etc, donde se criaba la élite que posteriormente gobernaría el Imperio, y los hijos de los pobres (la inmensa mayoría) que empezaban a trabajar a los doce años. Eran la carne de cañón en la guerras, los mineros que morían en las minas, los oficinistas que cobraban una libra a la semana y que debían subsistir con ella. Estamos hablando de la sociedad más avanzada que había en la tierra hasta bien entrado el siglo XX. En el resto de los países, en España, por ejemplo, las diferencias entre clases eran abrumadoras. Por ejemplo, y hablando de lo que conozco, en Gradefes, a mediados de ese siglo la tierra era propiedad de tres familias y el resto de su población eran lo más parecido a los jornaleros del campo andaluz que todavía hoy andan por sus campos. Por mucho que exista una ley que establece que todos somos «iguales», la posición económica en la que se nace hace que nuestra vida sea holgada y venturosa o un completo desastre, lleno de penurias y de penalidades. ¿Cómo pueden los hijos de las clases bajas subir en el escalafón social? Con la educación, sin duda alguna. Si tenemos en cuenta que el nivel de analfabetismo era de más del setenta por ciento después de la guerra civil, es cierto que tenemos que felicitarnos del enorme salto hacia adelante que se ha conseguido. Hoy en día casi no hay analfabetos en España, aunque sí que tenemos, por desgracia, infinidad de ‘analfabetos funcionales’. Están en el último puesto de la pirámide social y son los que se atiborran del ‘Sálvame’, en sus distintos formatos, o los que huyen como poseídos si ven un libro en su estantería. Ellos son los que hacen los trabajos que nadie quiere hacer, los que se desloman en jornadas maratonianas, los que dejan que el poder les meta en la cabeza que tienen los mismos derechos que aquellos otros que han tenido la suerte de estudiar o de nacer en el seno de la familia con posibles.

La cosa que más me molesta del actual gobierno (y de todos los gobiernos que he conocido) es que intente ‘normalizar’ la incompetencia. No se puede hablar de otra forma, os aseguro que no. Cuando estudiaba en el manicomio, la llevabas clara como no aprobases todas las asignaturas al terminar el curso. Te convertías, simple y llanamente, en un repetidor. Había especialistas en ese arte. Gente que repetía o tripitía curso. Pero, al acabar, sus conocimientos eran suficientes para presentarse a una oposición o para finalizar una carrera; de letras, por supuesto. Ahora, en este estado distópico y surrealista en el que nos movemos, un chaval puede pasar de curso con dos o tres cates. Permitir este desvarío sólo se le puede ocurrir al que asó la manteca; o al estúpido que afirma que ese joven tiene los mismos derechos que el que aprueba el curso con sobresaliente. No, no tiene los mismos derechos. Es cierto que puede ejercer su derecho al voto una vez cada cuatro años, pero está claro, también, que su voto no puede valer lo mismo que el del vecino que, con su esfuerzo, sacó una carrera. Llamadme lo que queráis, hasta tonto. No me molestaré. Pero tengo razón. Equiparando la mediocridad sólo lograremos que lleguen al poder los ineptos y ganapanes que llevan siglos gobernándonos.

El Estado tiene que conseguir que todos tengan las mismas oportunidades, que, como es bien sabido, no es lo mismo que los mismos derechos. Oportunidad para acceder a un colegio en el que enseñen lo mismo que en uno de postín; oportunidad para que pueda ir a clase a una universidad, pública, por supuesto, en la que sus docentes hayan accedido a su puesto por méritos, no por enchufe. Si estos desalmados que nos mandan quieren empezar a arreglar las cosas, que consigan ‘limpiar’ esa institución endogámica, trasnochada e inútil, verdadera fábrica de parados. Ya veríais como la sociedad comenzaba a percibir un verdadero cambio.

Y, por supuesto, toda la educación debería ser pública, como he dicho. Nada de financiar a los colegios privados. Quien quiera mandar a su hijo a uno de ellos, que lo pague. Pero, eso sí, en los colegios de todos, nada de sectarismo. No puede ser que la mejor ley de educación que ha tenido este país haya sido la de Villar Palasí, en tiempos del General. Eso demuestra lo que han hecho todos los ministros de educación de la democracia: nada. Salud y anarquía.
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