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¿Depresión después de vacaciones?

17/09/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Tres semanas en la sierra de Huelva alejado del mundanal ruido y de los mercados financieros han dejado una profunda huella en mi alma.

Estuve en Aracena, conocido por la Gruta de las Maravillas y porque es uno de los treinta y un pueblos que configuran la denominación de origen Jabugo. Y de convivencia con treinta personas, sobre todo andaluces, y dos exóticos: un argentino que lleva veinte años en la India, y un irlandés del norte, al que enseñé a jugar al tenis y del que aprendí a sonreír en caso de duda, porque creo que el pobre se enteraba de bien poco de lo que se comentaba. Las jornadas transcurrieron en perfecta adaptación con el paisaje y el paisanaje, es decir, despacito: con dos buenos libros de lectura, la corrección del último best-seller (Entre Dios y yo. Microrrelatos para nada (des) moralizantes), los ratos de piscina, de patear los pueblos blancos, las romerías –la primera y la segunda– de Zufre, de catar el buen jamón y la fresquita Cruzcampo, y las alegrías que nos dio Nadal, se pasó el tiempo. El tiempo.

En esta zona geográfica, como es bien conocido, el tiempo adquiere un significado especial: es el espacio necesario para comunicarnos con el otro, con toda la riqueza que eso comporta. La gente no anda con prisa. «¡¿Dónde vas, chiquillo con tanta prisa?¡», te dirían. Vas por la calle y todo el mundo te saluda y normalmente se paran para interesarse por el otro. No importa tanto lo que vas a hacer o lo que has hecho, sino a quién te has encontrado por el camino. Porque en estas tierras, el andar el camino es lo que realmente importa.

Y hubo tiempo para reencuentros. Con la familia, tan dispersa: Sevilla, Málaga, Marbella, Granada, Canarias… Y con dos amigos: con un cordobés que venía de hacer el camino de Santiago del Norte cargado de experiencias y vivencias inolvidables, y con un jerezano de aquellos tiempos de los marianistas de Jerez.

Y hubo tiempo para admirarme, una vez más, de la sabiduría de mis padres. Del corazón tan grande de mi madre que, por ser PAS –persona altamente sensible– sufre más de la cuenta. Y de la laboriosidad de mi padre, que a sus 86 años andaba preparándose dos exámenes que tenía que hacer de francés en la escuela oficina de idiomas de Jerez. ¡Que me imagino será el alumno más veterano de España!

Y, ahora, otra vez en León, agradecido. Porque aquí, en serio, también se vive muy bien.
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