27/09/2020
 Actualizado a 27/09/2020
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El pasado día 15 fue el día internacional de la Democracia. Dícese que en España convivimos en un régimen democrático y que, en virtud de ello, el pueblo soberano es quien gobierna a través de sus votos, eligiendo a quienes nos han de gobernar. Al menos eso significa ‘democracia’. Pero, ¿es el pueblo español, en realidad, quien actualmente gobierna a través de sus representantes? ¿O estos últimos actúan por su cuenta y sin riesgo de ser desbancados como si por lo que me has votado ya no me acuerdo. ¿No es más cierto que estamos en una pseudodemocracia más próxima a: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo»?, como lema del llamado ‘despotismo ilustrado’ dieciochesco, unificador del Absolutismo –bendecido por un pueblo analfabeto– y las nuevas ideas de la Ilustración, según las cuales las decisiones deberían ser guiadas por la razón.

Todo para el pueblo: pero el mundo rural se queda sin escuela y ha de desplazar a sus hijos a kilómetros de distancia; pero el pueblo se queda sin sucursal bancaria e idem, eadem, idem; pero el pueblo se queda sin consultorio médico e idem, eadem, idem. Todo para el pueblo pero sin escolarización ni dinero ni sanidad. Esta es la triste España vacía o vaciada que también son pueblo.

Un régimen puede ser democrático en sus orígenes, pero puede dejar de serlo como cosa muy distinta según su comportamiento. Muchos políticos se asientan en la bancada creyendo que a los que representan, o tienen el encefalograma plano o son tontos. Y aparentan gastar sus energías en aras del bienestar del pueblo cuando, en realidad, procuran más el suyo propio, con discursos plagados de promesas irrealizables, tópicos eternos y discos rayados. Numerosos políticos del momento, en lugar de dedicarse de cuerpo y alma en tratar de solucionar los problemas agudos del país que el escaño obliga, se insultan entre ellos y a la propia inteligencia con palmas y olés a sus gerifaltes para seguir en las listas. Un buen porcentaje de los políticos españoles de hoy no están a la altura de los ciudadanos y de las circunstancias, como lo está demostrando su desacuerdo, incapacidad, incompetencia y falta de autoridad ante los graves contratiempos que sufre este país.

Por contra, cuando a los españoles se nos necesita urgentemente no solemos fallar. ¿O no fue cierto que el pueblo español resultó el único capaz de levantarse por su cuenta y hacerle pupa al ejército de Napoleón? Y es el pueblo el que, más tarde, reaccionó ejemplarmente ante los atentados del 11-m, demostrando ser capaz por sí mismo de sacar las castañas del fuego, mientras en la esfera política se discutía si los ladradores eran galgos o podencos.

Pero sería injusto simplificarlo todo en el maniqueísmo de malos y buenos. En ambos casos no se puede generalizar ni conviene arrastrarse a los extremos. Porque cuando ese nervio de la ciudadanía responsable se afloja o se debilita, crece la estúpida masa que termina gritando «¡viva las cadenas!» en favor del dirigente o facción que menos lo merece. Y así nos luce el pelo cuando los ciudadanos se saltan a la torera las recomendaciones más prudentes ante un invisible enemigo tremendamente contagioso y destructor. Como si se tratara de un «atentado contra su sagrada libertad individual», a la reprimenda por imprudencia e irresponsabilidad, la facción bulliciosa ultrapatriótica, caso de ocupar el poder, no dudo reaccionaría reprendiendo la libertad como ‘libertinaje’. Esta pandemia no solo apuñala la vida sino que, es un decir, está hiriendo gravemente nuestra débil democracia.
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