19/11/2017
 Actualizado a 15/09/2019
Guardar
La capilla Sixtina sería un lugar maravilloso si en ella no hubiera gente. Pero la hay. Hordas de personas en movimiento y con el cuello dolorido tratando de hacer una fotografía (que será mala) a los frescos que Miguel Ángel realizó en la bóveda y el testero. Nunca he podido sentirme a gusto en esa capilla ni he podido disfrutar a placer de la decoración de los paneles que muchas veces se obvian y salieron de los pinceles de pintores como Perugino, Ghirlandaio, Boticelli o Rosselli. A mi pesar, diré que la explosión del color es tan fascinante que, aunque solamente sea una vez, merece la pena soportar los malos modales de los guardas de seguridad que, impecablemente trajeados y con pinganillos en las orejas, repiten como si de una letanía se tratase su «nosedetengan, nofotos, silencio» e incluso dejarse empujar sin miramientos por los visitantes que, al fin, no hacen sino lo mismo que está haciendo uno. Más allá de la polémica surgida a raíz de la restauración de los frescos y creo que aún hoy no zanjada, la Capilla Sixtina me parece ejemplo paradigmático de la visión distorsionada que la mayoría tenemos sobre la arquitectura y la decoración de otras épocas. Tan distorsionada, que cuando las restauraciones revelan cómo eran originariamente las portadas, bóvedas, pilares o esculturas, nos quedamos tan boquiabiertos que inicialmente no nos lo podemos creer. Así, resulta increíble enterarse de que el muro que rodeaba la arena del Anfiteatro de Pompeya estaba decorado con pinturas de brillantes colores que desaparecieron debido al frío que hizo el año siguiente al de su excavación (1815) y a las que, según Mary Beard (sobre la ciudad de Pompeya resulta indispensable acudir, entre otras, a su obra), hoy tildaríamos probablemente de chillonas. Algo semejante ocurre al descubrir que las korai griegas estaban totalmente policromadas con colores fuertes y deslumbrantes que probablemente reflejaban los gustos de la vestimenta de la época. O que el blanco marmóreo que parece consustancial a la escultura del Augusto de Prima Porta que se puede ver en los Museos Vaticanos, nada tiene que ver con los vistosos (hoy diríamos que cursis) azules y dorados que en su tiempo decoraban su coraza y el púrpura del manto que estaba reservado precisamente al emperador. Hace apenas unos días he podido contemplar la portada de la Virgen del Dado de la catedral a la que ha regresado su policromía original, rica y viva, dando fe de la maestría y el buen gusto de quienes la hicieron allá por los comienzos del siglo XIV. No hay que irse muy lejos de casa para aprender. Y merece la pena verla: sin empujones ni letanías (de momento). Aunque pagando.
Lo más leído