05/12/2021
 Actualizado a 05/12/2021
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Como cada cuatro de diciembre, Santa Bárbara sobrevoló ayer las montañas leonesas, llevada en volandas por las voces de los mineros vivos, en memoria de los muertos.

Día de homenajes, recuerdos y ese himno a la Patrona que estremece, oyéndose en los valles. Y nieve. En los cánticos mineros siempre nieva porque han sido réquiem de demasiadas muertes, incluida la de la propia mina. No, los mineros no se callan ni olvidan, no se resignan y sigue su duelo porque aún tienen heridas abiertas. Las propias y las de su tierra rota, explotada y abandonada, con la que no se ha hecho justicia.

Por eso ayer, Santa Bárbara bendita… que ahora suena a quejido, acompañó a la corona de laurel ofrecida a la Estatua de los Mineros de Villablino y a la ofrenda floral ante la Lámpara Minera de la Robla. Resonó en todas las cuencas mineras desde Ciñera- Matallana, La Magdalena, Fabero o Bembibre hasta Valderrueda que, por primer año, se unió a la fiesta de la Patrona en homenaje a los cientos de compañeros que olvidaron su vida en los túneles. Y cómo no, Sabero, la primera mina cerrada de España, la primera comarca muerta a base de engaños, conmemoró los treinta años de su cierre con el pase del episodio cero de la docuserie ‘NEGRO. Marcados por el carbón’.

Negros y marcados por el carbón, así recuerdo a aquella cuadrilla que salía del pueblo con la luna acechando aún entre los chopos de las huertas, rasgando la oscuridad con sus linternas mientras subían el repecho, hasta lo alto del monte que los separaba de Sabero. Antes de que el sol metiera a empujones los restos de noche tras las peñas, ellos se entregaban a la boca de la mina que los recibía con un bostezo, conduciéndoles a otra noche de túneles más negra que la que dejaban fuera. Una noche que teñía. Ya eran hombres negros, luciérnagas moviéndose por una maraña de pasillos, pozos y galerías que las luces de los candiles convertían en un juego de sombras. Hombres bajando al fondo de la tierra hacinados en jaulas que parecían desplomarse en el vacío. Reptiles metidos en agujeros en los que apenas cabían, arrancando el carbón con sus picos, trozo a trozo. Chirridos de vagonetas y barrenas retumbando en los oídos, polvo negro invadiendo los pulmones...

Así eran ellos y sus condiciones laborales. Así se comprenden tantas muertes, tantas viudas chapoteando en el agua negra de los lavaderos, tantos huérfanos relevando a sus padres que seguían perforando las entrañas de la tierra y sacando el jugo que llevaba dentro para llevar un jornal a casa, pero sobre todo, para abastecer a un país que está en deuda con ellos. Con los vivos, con los muertos y con las comarcas que, una vez explotadas, fueron abandonadas a su suerte.

Hombres recios, caras negras, ojos blancos y bocas cerradas. Como dijo el jefe del equipo de brigadistas, recordando el día que recibieron el premio del Trono a la Labor Callada.

«Nosotros hablamos para decir que nos gusta estar callados». Solo abrieron la boca cuando se echaron a la calle para defender su mina y el pan de sus hijos. Perdieron la batalla, víctimas del caciquismo y la economía canalla y rindiéndose a la evidencia, aceptan la muerte de la mina, pero no la de sus comarcas, fuente de riqueza durante siglos. Precisamente esta semana, el MITECO y la Junta de Castilla y León han firmado, en un acto celebrado en Fabero, el convenio para la restauración ambiental de zonas afectadas por explotaciones mineras cerradas en el Bierzo y Laciana. Suena bien lo de «solucionar problemas pendientes en las zonas afectadas», pero hablar a estas alturas de una transición energética ‘justa’ económica, social y ambientalmente en comarcas a las que han dejado morir, chirría tanto como oír al Sr. Mañueco, visto el problema energético que tenemos, que «el cierre apresurado de las minas y las térmicas fue un error». Don Usted, no hay que acordarse de Santa Bárbara sólo cuando truena sobre su tejado, que en esas comarcas que fueron el progreso para su país, lleva años diluviando y las han dejado ahogarse.

Cada tarde, una figura negra subía la cuesta del pueblo. Era uno de los de la cuadrilla del alba, ahora teñido por la oscuridad del fondo de la tierra. Venía dejando en las cunetas el cansancio que no debían ver sus hijos, llenando los bolsillos de avellanas y en la mano, un puñado de fresas. Los niños, al verlo aparecer, sacaban palangana y agua caliente a la puerta de casa mientras él se acercaba gesticulando y enseñando sus dientes blancos para que los pequeños riesen sus payasadas, mientras su mujer gritaba desde dentro, fingiendo enfado «lávate si quieres entrar en esta casa». Él, simulando estar asustado por la regañina, se frotaba manos y cara con grandes aspavientos, más preocupado de salpicar a sus hijos que de lavarse. Cuando el carbón era espuma negra derramada por el suelo, se producía el milagro y mi padre volvía a ser blanco… hasta el alba.

Homenaje a los mineros. A mi padre.
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