12/09/2020
 Actualizado a 12/09/2020
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Tras una dura negociación, el Sr. Rubio y yo conseguimos rematar los pocos pero intensos flecos que nos separaban, y así, de esta manera, poder cumplir una temporada más con ustedes.

El miércoles comenzó el colegio. Esa institución que tantos padres hemos añorado y deseado con todo el ímpetu posible, desde aquel viernes fatídico en que nos confinaron, sin anestesia y sin fecha de caducidad.

Es pronto para vaticinar lo que ocurrirá. Sin embargo, existen padres más listos que los demás, eminencias del saber, gente sin duda desaprovechada, esos que llevan diciéndonos día tras día lo que pasará. Los que se permiten el lujo de profundizar en la desgracia, enseñando la patita cuando en sus argumentos dejan la puerta abierta a la gran tragedia. Algo que a mí personalmente me desconcierta y que me hace preguntarme de dónde sale semejante mala baba.

Venimos de un confinamiento durísimo y de un descontrol de niños total. Mi hijo Dimas lleva desde marzo levantándose con la entradilla de Alsina, a las ocho en punto de la mañana. Los días previos al inicio de las clases la cosa empezó a cambiar. El lunes se levantó a las diez y media, el martes a las once, y el miércoles, el día subrayado en el almanaque, nos pidió dormir más.

La ‘madre en apuros’ y yo, como ya nos van conociendo, somos muy obedientes. Respetamos los horarios y los protocolos marcados por el colegio, y eso que hay momentos tensos en los que bajamos dioses, como cuando llevas dos vueltas buscando un hueco para aparcar, y una madre que se cree que fue leyenda, usa el vado como si fuera descendiente directa de los Windsor.

Como la mayoría de los padres, respetamos la burbuja y lo intentaremos hacer de la mejor manera posible, porque no nos parece correcto que todo el empeño, esfuerzo e inversión del colegio se vaya al garete por hacer una merienda-cena ‘interburbujal’. Y no me parece justo que ahora nos rasguemos las vestiduras, exigiendo todo aquello que al menos nosotros durante el verano no hemos tenido como mandamientos.

Seamos serios de una vez y abandonemos las gafas con nariz. Yo cambio la mascarilla cada 4 horas, me lavo las manos (ya lo hacía antes), mantengo la distancia social y pago con el móvil para no tener que poner el dedo en el datáfono. Hemos ido con el niño al súper, a la playa y a la piscina todos los días que ha sido posible. Jugamos al balón y al tenis con otros infantes. Seguimos invirtiendo en la hostelería cuando se tercia, y cuando voy a Salamanca continúo buscando la senda del jamón. ¿Se imaginan que me pongo estupendo y no llevo a mi hijo al colegio porque no me fío de las medidas? Pues eso, ¡comenzamos!
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