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Debo de ser un indeciso

28/04/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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No sé si estoy dormido o estoy despierto.Cuando me doy cuenta de que no puedo recordar lo que estaba soñando, no sé dónde estoy. La oscuridad y el silencio pueden ser los de mis cuatro paredes o los de otro sitio y otro tiempo, pasado, presente y futuro atrapados en las mismas sombras. Reconozco al fin mi lugar en el mundo, y ahora dudo si levantarme o quedarme en la cama un rato, mirando a las apabardas. Ya tomo demasiadas decisiones entre semana como para precipitarme en este domingo electoral. Cuando no me queda más remedio, me levanto, y entonces dudo si quedarme en casa o salir a la calle. Si me quedo en casa dudaría si ponerme a leer (¿a Pereira? ¿a Houellebecq?) o escuchar música (¿a Rosalía?¿a Police?) y si salgo a la calle dudaría entre quedarme en la ciudad o ir al campo. Estoy como para ir a votar...Debo de ser (en la expresión ya se confirma mi condición) uno de esos millones de indecisos a los que los partidos han intentado convencer hasta el último momento de la campaña. Hace un día de primavera maravilloso así que decido (¡al fin una decisión!) salir de casa, coger el coche y recorrer algún paraje inhóspito de la provincia, pasear por alguno de esos pueblos en los que los carteles con las caras sonrientes de los candidatos están, en tremenda metáfora, pegados en los contenedores de basura. Pero, claro, podría ir a la montaña, que siempre es una garantía, o escoger como destino la Tierra de Campos que, en esta época, se tiñe de un verde tan fugaz como las promesas electorales. En la rotonda de Carrefour también dudo.Dudo tanto que tengo que dar un par de vueltas para desesperación del resto de conductores antes de elegir una salida, por supuesto al azar. Convenientemente aireado, y con el reloj acercándose peligrosamente a la hora del cierre de los colegios, me atrapan ya de forma necesariamente obsesiva las dudas sobre si votar o no votar, las mismas que vengo arrastrando desde que se convocaron elecciones. Vuelven a medirse en mi cabezón lo de aquellos que dieron su vida para que yo tenga ahora derecho a votar, lo del ‘luego no te quejes’ y, en el otro lado de la balanza, lo de votar con la nariz tapada, lo de tener que elegir aquella opción de la que menos me vaya a arrepentir. Siento envidia de la gente que vota con pasión, aunque supongo que esa gente los domingos tiene otras aficiones que también ejercen con pasión y que le despejan cualquier tipo de duda. Una especie de conciencia hasta ahora desconocida me brota por dentro y me indica que tengo que votar, «elegir en secreto a quien te robará públicamente», diría Xhelazz. Eso sí: debo tenerlo claro antes de entrar en el colegio electoral, porque sería demasiado bochornoso, incluso para un desvergonzado como yo, protagonizar allí el mismo episodio de la rotonda. Me vienen a la cabeza todas las mentiras que se han lanzado los candidatos en sus debates, sin pudor, como si alguien les hubiera dado permiso para fabular, convencidos de que su público las creerá por salvajes que resulten. Pienso mucho, está claro, así que sólo por eso resulta evidente que no votaré a Vox. Pero me quedan otras diez opciones. Se acerca la hora. El presidente de la mesa me mira como el camarero al borracho de última hora. La urna parece suspirar desesperada. Venga, va. Ya está. Lo tengo claro al fin. O no. O sí. O yo qué sé.
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