14/04/2019
 Actualizado a 09/09/2019
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Entramos en dos meses de elecciones. Y con ello el transfugismo y la disputa dentro de los partidos para estar en la lista electoral: «¡La encabezo o me piro!». A lo que hay que añadir como novedad una nueva formación política llamada Vox, con altos mandos militares de tierra, mar y aire, ya en la reserva, entre sus filas y la propuesta disparatada de que el ciudadano se debería armar, no solo de paciencia o de valor, sino contra ‘el otro’, o sea, el enemigo.

Tras la matraca callejera, llegan, pues, los comicios con su baile de papeletas, alegrías y pataletas. Debe ser tremendo infortunio, tras agotadora campaña de desvelos y fatigas, alcanzar tan solo un tanto por ciento irrisorio de votos o derrotado por un adversario de inferior acarreo de promesas.

El sufragio autonómico y general hizo que ocupase antaño una mesa electoral, plaza ganada por sorteo y como deber cívico inexcusable. De modo que me pasé la Pascua de Pentecostés al lado de dos urnas, anotando en una lista censal de 965 ciudadanos los 574 que decidieron ir a votar. Cuando una tal Domitila quiso ejercitar su derecho al voto, como fuere que no figurase inscrita en la lista censal con el sobrenombre de Felicidad, protestó indignada. «Lo siento señora», le dijo el presidente de mesa, «la Administración no ha tenido a bien consignar ese segundo nombre que usted parece llevar con orgullo». «¡Pues sí que tiene gracia, no te giba, –replicó disgustada Domitila– que me quiten a estas alturas la Felicidad!».

Otro votante, también con bastantes velas que apagar, se acercó a nuestra mesa. Lucía una pegatina del PSOE en la solapa y con voz bajita: «¿Esta es la urna de los socialistas, verdausté?» Quedó rumiando su disconformidad cuando el presidente le dijo que las urnas eran para todos sin excepción. Sin soltar los sobres, permaneció unos segundos indeciso. Como las elecciones son algo muy serio que no permite andarse con mentiras ni placebos, al final, el hombre metió por fin en la urna los dos sobres, con tantas arrugas como las que se dibujaban en la piel de su rostro, pero sin abandonar la desconfianza, pues, a cada paso, se paraba y volvía la vista atrás. Temimos que en algún momento se arrepintiese y regresase para reclamar los sobres ya irremisiblemente dentro de las urnas para pasto de recuento.

En el momento más agitado de la sesión matinal, el presidente de la mesa nos advirtió: «Aquella señora que viene hacia aquí es vecina mía y, aunque me ve todos los días, no puede verme ni en pintura porque yo tengo dos pisos y ella uno y, además, encima. Cada vez que nos encontramos huye de mí como del demonio. La pobre está bastante majareta». Apenas le faltaban unos metros para llegar a nuestra mesa, en el instante que me ve, gira bruscamente y se desvía hacia otra de las mesas, tan próxima que se podía oír perfectamente la conversación con el presidente: «Señora, la mesa suya está ahí al lado, que es donde le corresponde en el censo. En esta no puede usted votar». Pero mi vecina, tozuda, contestó indignada que lo sabía muy bien, pero que en esa mesa no votaba y no votaba. «Pues, entonces» –insistió el presidente– «no puede usted votar». Y así la pobrecilla fue recorriendo las siete mesas electorales del distrito obteniendo, como era de esperar, la misma respuesta. Al final, pudo más su deseo de votar que la envidia que le corroía las entrañas. A cierra ojos, pero votó. ¡No tiene precio lo que a hecho la democracia en este país para paliar desavenencias, muchas de ellas degeneradas en odios, envidias y venganzas! Por favor, no la destruyamos.
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