27/05/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Escribir con resaca es una de las cosas que más me duelen. Duele muchísimo, de verdad, se lo aseguro. Parece que el cerebro, o lo que haya, quisiera desbordarse y se aprieta contra el cráneo como si las meninges fueran la presa de Riaño. Es muy difícil acercar al papel cada palabra, que parece que hay que subirla de un pozo insondable en un caldero atado a una cuerda. Y como uno se asome demasiado corre el riesgo de caer de morros. Así que hay que teclear con la mano en el cajón para que la pantalla deje de dar vueltas y se pase el mareo. La columna se hace enorme y estos aproximadamente 1.900 caracteres son como 1.900 certeras puñaladas. Es entonces cuando uno lamenta todo lo que hizo y se promete lo de nunca más. Se reniega de los excesos, del no haber sabido parar a tiempo. Encima, ha sido sin quererlo, porque todo ha sido por cumplir, por compromiso, casi por educación, no podía decir que no… Vienen a la mente todos estos consuelos para devolver al armario al monstruo de la culpa, para no escuchar cómo me increpa con sus te lo dije y sus siempre eres el mismo, no espabilas.

Por lo menos esta resaca que me deja desvalido, zombie, apocado, no es de las que duele en el bolsillo, de las que te hacen abrir la cuenta sabiendo que te va a caer encima el cubo de agua fría. Otro consuelo que tampoco mejora mucho la situación, porque lo peor es no saber hasta cuándo va a durar esta travesía, no se ve el final de las dunas, la tierra firme. Eso si no se vuelve a liar, porque esta gente no se ven hartos, no tienen fondo, no se lo piensan dos veces y poco les importa que los demás suframos para seguirles el ritmo y luego paguemos la consecuencias. No sé si compensa, la verdad. Seguramente será también cosa de los años que cada vez me duren más y me parezcan más insoportables los efectos secundarios que para un plumilla de provincias tienen estas fiestas de la democracia. Me hunden estas resacas electorales.
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