05/06/2016
 Actualizado a 15/09/2019
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Tu mujer se desplaza a Madrid a visitar a su hermano y permanecerá allí unos días. La despides con la condolencia que cualquiera puede imaginar, mirándola atribulado y escuchando sus recomendaciones: cariño, no te olvides de regar las plantas, no dejes la casa patas arriba, haz las camas, vete a comer a casa de los niños, no llegues tarde por la noche, pero, sobre todo, que no suceda lo de la última vez –apunta sibilina– cuando me fue imposible contactar contigo porque dijiste que habías extraviado tu móvil, aparecido por casualidad el mismo día que yo regresaba. Advertencias, en fin, que recibes doliente en firme posición a la puerta de casa antes de despedirla, no sin poner tu pizca de sagacidad: cielo, ten cuidado con la carretera, da recuerdos a tu hermano, diviértete todo lo que puedas en Madrid, y no vayas a hacer tú también lo de la última vez, cuando no estuviste fuera ni dos días. Y, por favor, olvídate de las tiendas del barrio Salamanca. Aquí mismo, en cualquier outlet de León, tienes la misma ropa a mitad de precio. Lo que te confunde, sin embargo, es esa sonrisa de condescendencia que exhibe en el momento de arrancar el coche, una mueca que lleva implícita la certeza del camino que recorrerás los días venideros, pero, sobre todo, el halo de ingenuidad que desprende tu rostro y que (te imaginas su comentario: «¡Pobrecillo!») forzará su carcajada a la vuelta de la primera esquina.

Ese mismo día llamas por teléfono a los amigos de siempre, o a aquellos otros que hace tiempo no ves, pero que te tienen al tanto de sus escapadas nocturnas. Quedas con ellos en el barrio donde naciste, en Puente Castro, y tras unos vinos y los aperitivos de costumbre que os ofrece Mayra en su bar –siempre atractiva y exhuberante la parlanchina–, buscáis decididos el «ritmo de la nooocheeee». Para abrir boca, y puesto que está cerrado vuestro refugio favorito –la Taberna El Cuervo–, nada más apropiado que El Gran Café, en el barrio Romántico, donde actúa el grupo Buffalo. Al otro lado de la barra os recibe una bella rubia (pelín sosa) y tú respondes a la pregunta que lleva sobreentendido su gesto de alzar la cabeza, con otro señalando el grifo de las cañas. Para entrar en calor, comentas. El ambiente mágico del local invita al ‘Rodríguez’ (a ti mismo) a guiñar el ojo a la rubia y solicitar unas copas. Es entonces cuando tus amigos se miran unos a otros confabulados (ninguno de ellos ‘Rodríguez’) y muestran en lo alto el dedo índice. Sólo una. Desaparecen como por ensalmo tras esa ‘una’, y quedas más solo que la otra ‘una’ de la mañana que marca el reloj, de manera que llegas de retirada a la puerta de casa, y cuando te miras en el espejo retrovisor a la hora de pagar al taxista, te ves joven y dispuesto a lo que haga falta, y te dices envalentonado que esto no puede quedar así. ¿Y cómo no se te había ocurrido antes?: volvemos de nuevo a Santo Domingo, dices con total seriedad al taxista.

Cruzas de nuevo a pie el Barrio Romántico y te cobijas en las luces mortecinas del Black Dog. Edu, al otro lado de la barra, te recibe con los brazos abiertos: ¡Coño, Cerebro, pero qué haces tú por aquí a estas horas! (la lluvia ha dejado encerrados en su casa a los ‘habituales’, aunque Edu conserva en su solitudine la marca del currante y una alegría que renueva tu ánimo). ¡Qué sorpresa!, ¡Y dices que estás de Rodríguez!. ¿Y qué tal? Pues, ya ves, de fábula, respondes con la sonrisa forzada. Ponme un gintonic muy cortito, dices juntando el índice y el pulgar. Y te preguntas de pronto por qué le das la espalda y te recuestas en la barra a lo John Wayne, y te topas con una pareja arrinconada y con otros dos individuos, solitarios como tú y en idéntica posición y estado, es decir, cautivos de una insolencia y una risa bobalicona que te sorprenden y hace que te dirijas al escusado, no para cualquier mínima solución, sino para observarte, una vez más, en el espejo y conversar con él, gesticulando, histrión, como nunca habías imaginado: ¡No pasa nada: estoy de Rodríguez!

Regresas a la barra para ver que todo parece organizarse una vez más: Edu, a quien su naturalidad y desenvoltura podrían bastar para considerarlo un auténtico y veterano profesional del ramo (si alguien pudo equipararse a él, e incluso superarlo, fue Sebito, quien durante tantos años nos orientó a todos hacia su bar, el Montecarlo), es el mejor pinchadiscos que conoces; se sabe de memoria cualquier canción de cualquier época, y te reta a pedirle la que te plazca. Los Panchos, dices por decir. Y Edu: ahí va: «Qué dilema tan grande/ se presenta en mi vida/. Ella tiene otro hombre/ y yo otra mujer». El dilema que proclama la letra de Los Panchos no deja de ser un contrasentido, pero los dos al unísono cantáis con la doliente convicción del artista que lleváis dentro.

Ninguna de las mujeres que has idealizado en tu mente han aparecido por allí –ni por cualquiera de los lugares visitados–, y cabe sospechar que no aparecerán, ni ahora, ni en el saecula saeculorum pendiente. Niegas con la cabeza –definitivamente Rodríguez– la llegada de una nueva reflexión: ni se te ocurra volver a mirarte en el espejo si no quieres verte hecho unos zorros.

Tres días después, el Whatsapp de tu mujer («Llego en media hora») cercena la previsión de otros excesos nocturnos. Como no estás acostumbrado a las resacas, permaneces en ese ceniciento estado regando las plantas, recogiendo mondas de plátano y limpiando un fregadero en el que todo tuvo cabida. También despegas de una silla del salón calcetines y calzoncillos que no sabes cómo fueron a parar allí, En media hora (echas un cálculo) hay tiempo para hacer la cama, pasar el plumero y fumigar de colonia la casa. Y así recibes a la parienta, con idéntica sumisión a la que mostraste en su partida: en pie, firme, pecho fuera, cabeza alta. Y las manos abiertas en posición de ‘orate fratres’.
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